jueves, 26 de noviembre de 2015

EL ESPACIO DE LA VIDA

Himnos craquelados
Jorge Riechmann
Barcelona. Calambur, 2015
209 páginas. 18 euros


La conciencia histórica y el compromiso con el presente alcanzan expresión en el personal mecanismo de funcionamiento de la escritura de Jorge Riechmann (Madrid, 1962). Es Jenaro Talens quien, a propósito de Espronceda, explica que la presencia de lo que es “exterior” al espacio del poema, se hace parte esencial del discurso poético, de tal modo que el poema no sería más que una de las partes que dialécticamente constituyen ese espacio. El convencimiento de que el lenguaje, y nosotros mismos, no puede ser transformado sin que antes lo sea la sociedad que lo produjo, es lo que convierte la escritura, recíproca y simultáneamente, en escritura política, donde la práctica poética y la práctica vital no son sino las dos caras de una experiencia unitaria y común. Riechmann, al igual que algunos románticos, ciertas vanguardias, y poetas cercanos como Juan Ramón Jiménez, Antonio Gamoneda o Chantal Maillard, aleja la escritura poética del espacio propio, restrictivo y único de lo que siempre se ha entendido por literatura.

         A las recientes reflexiones de libros como Ahí es nada (2014) y Fracasar mejor (2013), de ensayos como Autoconstrucción (2015) y de los poemas de Historias del señor W. (2014), se suma la poesía productora de mundo de Himnos craquelados: himnos en tanto se identifican con una colectividad y sus poemas se articulan en relación dialéctica con los otros, pues así “Se desaloja el ego / y hay sitio para el mundo iluminado”; y craquelados, no sólo como reflejo de una sociedad fracturada y agrietada, “el cosmos entero y quebrado y disperso y recompuesto”, sino también en la aceptación de que el lenguaje y el poema son resultado de una labor, de un trabajo que además de ser producto de la realidad, es una práctica, una forma (posible) de intervención y participación en el presente de lo real cotidiano: “Como otros arrojan las tabas o los dados / yo arrojo las palabras / y escruto las figuras que forman / buscando una verdad”. Una poesía del nosotros, de los otros, que hace “Saber que el espejo que de verdad cuenta / es el rostro del otro: // los rostros múltiples y singulares y anónimos / de la tercera historia de la humanidad”.

Poemas que dan cuenta de la crudeza de la vida, “Santas interrupciones / que abren / el espacio del pensar / y de la vida”, que tantean en lo oscuro y abordan esa oscuridad desde la política, la ecología, la economía, los sueños, los homenajes y las elegías, el amor o la muerte, como queriendo “coser / los desgarros del mundo”. Además de los poemas que ofician de “Preámbulo” y de “Final”, el libro tiene una estructura tripartita, tomando como base los “206 huesos” del cuerpo humano; las “36 muelas y dientes” con los que nacemos; y los órganos que nos constituyen, aquí denominados “Las vísceras de la piedad”. Son “Testimonios concretos de materialidad” de eso que unos llaman crisis y otros “lucha de clases”, palabras pegadas a la condición humana, escritas “para intentar que sea dicho / lo que ha de decirse y nadie dice”. Frente a grietas y fracturas, Riechmann levanta “escriños” y cestos capaces de recoger “las astillas / las briznas / los fragmentos” donde se recibe y se devuelve la luz a “nuestra sangrienta desnudez”.

Nicanor Parra señalaba que, a partir de sus Odas elementales, Neruda no sólo es capaz de dar el paso del yo al nosotros, sino que inaugura una “poesía para después de la revolución”. Más allá, lo que Jorge Riechmann logra es la revolución de una poesía del hoy y del ahora: “Frente a lo que hay / una delgada esperanza / contrafáctica”.


Una versión abreviada de esta reseña de "Himnos craquelados" de Jorge Riechmann, fue publicada en Babelia - El País, el sábado 21 de noviembre.

http://cultura.elpais.com/cultura/2015/11/19/babelia/1447935750_878746.html

http://cultura.elpais.com/cultura/babelia.html

lunes, 23 de noviembre de 2015

EL ESPACIO DE LAS PALABRAS

El monstruo ama su laberinto. Cuadernos
Charles Simic
Traducción de Jordi Doce
Epílogo de Seamus Heaney
Vaso Roto. Madrid, 2015
163 páginas. 15 euros                                                   




La admirable pero cáustica vivacidad de Charles Simic (Belgrado, 1938) vuelve a deslumbrarnos con la lectura de El monstruo ama su laberinto, como siempre ejemplarmente traducido por Jordi Doce, que es capaz de creerse ser, como recomienda el mismísimo Simic, apasionadamente el escritor del poema que traduce. Este nuevo libro es ingenioso y sutil, y a menudo sensato, y extraordinariamente divertido, fruto de un maestro del humor, de la sátira y del absurdo, un libro escrito y llevado al servicio de su propia vocación de poeta que busca el ser y el sentido de la poesía. Y en él anota claras observaciones y reflexiones inteligentes, apuntes de poemas, cosas vistas y cosas vividas, la existencia propia y la existencia de la gente, sus dichos y semblanzas, descripciones y opiniones, efectos de luz y de sombra. En pocas palabras, todo lo que tiene su origen en el desarrollo de la escritura. Quizás sea la práctica totalidad de lo aquí reunido, lo que permite al lector entrar de lleno en el “gabinete” de trabajo de Simic, y le muestra cuál es el material del que emana su escritura, ciertas técnicas de la producción poética y del proceso de la creación. Alguien seguramente habrá dicho que todo autor debería llevar un cuaderno de notas, y como increíblemente dijera William Somerset Maugham, debemos entender esta afirmación adecuadamente, es decir, tener en cuenta que, al tomar nota de algo, lo separamos del flujo de impresiones que se amontonan en la mente y acaso lo fijemos en nuestra memoria, pues hacemos nacer las palabras que le darán un lugar en la (nuestra) realidad. Al fin y al cabo, como bien sabe Simic, “La poesía, como el cine, cuida la secuencia, la composición, el montaje y la edición”.

Como ha comentado el propio Simic en el prefacio a The Poet’s Notebook: Excerpts from the Notebooks of 26 American Poets (editado por Stephen Kuusisto, Deborah Tall y David Weiss ; New York: Norton, 1995), la existencia misma de los cuadernos y libros de notas de un escritor vienen a demostrar que esa necesidad maníaca de nuestra cultura por encasillarlo todo no tiene sentido y acaba derrotada por la espontaneidad que gobierna este tipo de escritos, pues en ellos se incorpora la suerte y el azar de las posibilidades, de lo imprevisto e inesperado, llegando incluso a decir que la cabeza de un poeta es más como un vertedero que como una biblioteca. El monstruo ama su laberinto es de esta clase de libros, escritos en “una especie de no género hecho de ficción, autobiografía, ensayo, poesía y, por supuesto, ¡chistes!”, un género híbrido, una mezcla de aforismos, reflexiones, relatos, comedia y tragedia, epigramas y poemas en prosa, descripciones y cualquier elemento que tenga cabida en eso que los anglosajones llaman “commonplace books” o los italianos “zibaldone”. Solo citando algunos de los que parecen más cercanos, podríamos decir que se sitúa en algún lugar entre La tradición y el talento individual de T. S. Eliot y Personism de Frank O’Hara; entre los Cuadernos de David Ignatown y El viaje alrededor de mi cuarto de Louise Bogan; entre Las hojas de Hipnos de René Char y esos cuadernos de bitácora que Giorgos Seferis titulara sencillamente Días, siete volúmenes de los que el Nobel griego dice que “No se trata de confesiones, ni siquiera de un intento de señalar lo más importante. Son, a lo sumo, las huellas de un caminante. Pisadas en la nieve —para recordar aquella música de Debussy—. Huellas casi fortuitas de un instante cualquiera. Nuestras pobres huellas, nuestra ropa usada”.

Son máximas, relatos, parábolas, fragmentos de poemas, versos sueltos, reflexiones poéticas, máximas, narraciones y fábulas entre lo real y lo absurdo. Como afirma David Wojahn en un artículo en el que hace un recorrido a través de los cuadernos de diversos poetas (Excursions to the Town Dump: Poets and Their Notebooks, Shenandoah, Vol. 62, nº 1), Charles Simic logra combinar en este libro la imaginación incrédula y burlona de su poesía con la minuciosa y escrutadora inteligencia de su prosa, que encuentra en las diferentes formas y maneras de estos cuadernos un modo ideal para dar rienda suelta a su personal y única sensibilidad. Firmemente asentado en la realidad de la (su) experiencia vital y de su experiencia literaria y poética, sus puntos de apoyo más constantes son la poesía misma, la reflexión sobre el hecho poético y la memoria, engarzados por la fuerza de un lenguaje en el que “lo real y lo imaginario colisionan”. La primera parte se compone de escenas y recuerdos biográficos que, entre lo trágico y lo absurdo, entre lo real y lo soñado, nos muestran el Belgrado de la Segunda Guerra Mundial y las primeras andanzas de un emigrado en Estados Unidos, donde llega en 1954 y donde vive y escribe desde entonces. Cada episodio relatado tiene su propio brillo, cada uno a su manera son el germen de su escritura, y cualquiera de ellos resonará en nuestras mentes durante bastante tiempo, tan insistentemente como esos hambrientos piojos que infestaron la cabeza del pequeño Simic al ponerse, tras la liberación de su ciudad natal, el casco de un alemán muerto. La fuerza del relato de estos episodios reside en su capacidad para plantear preguntas sobre la naturaleza misma de la memoria.

En las cuatro partes siguientes, con igual determinación y franqueza inquebrantable, Simic entrevera pensamientos y reflexiones acerca del arte, la religión, la política, la historia, la literatura, el peso y el paso de la edad, y sobre todo, relativas a la escritura poética. Cualquiera de estas reflexiones, pensamientos y declaraciones, atraerán al lector no sólo por lo que dice, sino también por cómo lo dice: partiendo de una declarada concentración y austeridad lingüística (“sé breve y dínoslo todo”), sin embargo, no cede un ápice a la fuerza expresiva de la imaginación, a esa capacidad, descubierta en un poema de Elizabeth Bishop, de “ver con los ojos abiertos y ver con los ojos cerrados”. El lenguaje puede entonces ser capaz de capturar precisos momentos de emoción y estados de vida, o recrear una experiencia visceral, irracional o apasionada, una cuestión que lleva a Simic, y al lector, a intentar dirimir ese dilema o esa paradoja que se declara central en su escritura: ¿cómo comunicar y expresar esos momentos de conciencia, de percepción y de conocimiento, cómo dar cuenta de ese instante preciso vivido con intensidad que el lenguaje, preso y cautivo de su orden cerrado y temporal, parece no poder reproducir en la linealidad de una frase?. Quizás la pregunta quede mejor formulada con las propias palabras del poeta: “¿Puede un instante intemporal de conciencia expresarse de manera adecuada en un medio que depende del tiempo, a saber, el lenguaje? He ahí el problema del místico y del poeta lírico”.

Buena parte de sus inteligentes aproximaciones a los modos y maneras de la escritura poética buscan acercarse a ese conflicto, digámoslo así, que se plantea en el momento de dar cuenta de dos dimensiones enfrentadas, la del tiempo y la del espacio. Simic sabe que las palabras señalan el tiempo y que la frase, el verso, es una unidad temporal, y que en el trascurso de la escritura tiene lugar un proceso de transformación que hace que disminuya la suspensión temporal y la cercanía con la experiencia real o imaginada que dio lugar al poema. Una cuestión esencial es entonces cómo disminuir ese desplome temporal, cómo eliminar esos marcadores de tiempo que impiden la precisa expresión de la escritura. Para Simic, la respuesta a esas limitaciones y restricciones está en el espacio: “Nombramos una cosa y luego otra. Así es como el tiempo entra en la poesía. El espacio, por otro lado, existe en virtud de la atención que dedicamos a cada palabra. Cuanto más intensa nuestra atención, más espacio, y hay mucho espacio en las palabras”.

A estas capacidades significativas y asociativas, al carácter ambiguo de la lengua, se refiere Simic al declarar que “Las connotaciones tienen sus geometrías no euclidianas”, pues son esas capacidades propias de las palabras las que crean ese espacio en el que el lector experimenta cierto grado de atemporalidad. Enfrentado a la clásica teoría euclidiana, defiende la creencia de que puede existir más de una línea paralela a una línea dada a través de un punto dado, lo que viene a decir que hay variaciones y alternativas, que no hay una verdad lineal, sino que es posible la curvatura y la elipsis, las connotaciones, las yuxtaposiciones y las asociaciones. Así es como se es capaz de unir el tiempo y el espacio a través del lenguaje y de la imagen, pues “en los poemas líricos ambas categorías se reúnen. La imagen lleva el espacio al lenguaje (tiempo), que el lenguaje procede entonces a fragmentar en el espacio”.

De igual modo, el poeta debe ser consciente de otra variante del mismo dilema, y sabedor de que “La experiencia intensa elude el lenguaje. El lenguaje es la Caída de la conciencia y el temor reverente de ser”, debe ocuparse entonces en “Hacer algo que aún no existe, pero que al crearlo parezca que siempre existió”. No en vano, “Llegados a este punto, estamos en el reino de los significados sumergidos y elusivos que no se corresponden con las palabras que aparecen en la página. El lirismo, en un sentido lato, es temor reverencial ante lo intraducible. Como la niñez, es un lenguaje que no puede reemplazarse por ningún otro lenguaje. Un gran poema lírico debe rondar la intraducibilidad”. Cuando todas las teorías y preceptos se hacen inútiles, cuando no sirven sino para dar cuenta de lo ya sabido y son incapaces de mostrar el “milagro cotidiano”, entonces habrá que contar con “El azar como una herramienta con la que romper nuestras asociaciones cotidianas. Una vez rotas, emplear uno cualquiera de los fragmentos para saltar a lo desconocido”. Sólo así el lector puede escapar de la clausura final de la historia, pues “Históricamente, sólo la poesía es capaz de hacer audible la soledad humana”.

Como bien dice Eduardo Moga a propósito de otro libro de similares características, La creación del sentido de Basilio Sánchez (Pre-Textos, 2015), “la mezcla, la hibridación, el fragmento, responden adecuadamente al sentido alineal que han adquirido las cosas en la posmodernidad, que reproduce (…) el propio zigzaguear del pensamiento, y a la vez, el reblandecimiento de las certidumbres, la relatividad de los discursos. Pero el desafío de lo misceláneo radica en que no lo parezca, es decir, en que sostenga otra suerte de coherencia, en que se revele como otra forma de lo sólido”. De igual modo, en este libro Simic despliega una forma, personal y universal a la vez, de sabiduría literaria. El lector no va a encontrar estructuras lineales ni tesis indiscutibles, y mucho menos declaraciones asertivas, pues estos cuadernos son textos abiertos, un conjunto de exploraciones que acaso inician y descubren un camino y avanzan hacia delante. Pero sin embargo el conjunto posee una poderosa unidad argumentativa capaz de ceñir su forma híbrida y aparentemente abierta. El libro puede leerse a la vez como una obra de creación y como una pieza de prosa crítica o casi ensayística que se mueve, justamente, en esa tensión entre la forma abierta y su unidad argumentativa, y que hace que el lector se sienta partícipe de una conversación en la que, incluso, somos invitados a participar de forma también crítica y activa. De esta manera, estas páginas sobre el proceso creativo surgidas en el espacio abierto de su propia libertad de escritura, en esas “Ciudades laberínticas donde siempre me pierdo” como dice en una de sus entradas, hacen que el libro vuelva sobre sí mismo, creando su propio método, puesto que lo que lleva a cabo no es sino el reflejo crítico y activo de la propia creatividad haciéndose en la escritura misma. Un poco al modo en el que Simic dice, a su juicio, funciona el verso libre: “Uno acelera o frena el flujo de las palabras. Uno se detiene… calla… luego echa de nuevo a andar”.


El monstruo ama su laberinto, es un gran libro, tan incisivo e inteligente como descarnadamente cómico y humorístico, trágicamente irónico, pues “Hay tanta verdad en la risa como en la tragedia”, tanta como en la exageración, un rasgo que, como afirma Seamus Heaney en “Abreviando, que es Simic”, ese impagable artículo incluido como epílogo del libro, forma parte inquebrantable de su escritura. El lector, acabada su lectura, sabe que volverá una vez y otra a estos textos, esencialmente porque será consciente de que es parte de ellos, parte de ese camino que nos lleva más allá, pues “Sólo la poesía puede medir la distancia entre nosotros y el Otro”. Dice Simic que ese es su anhelo y, al mismo tiempo, su desesperación.


Publicado en la revista "Nayagua", nº 22, Julio 2015, p. 237-241