Disolución del nocturno
Ildefonso Rodríguez Amargord. Madrid, 2013
116 páginas

El espacio del sueño y el espacio de la música (el
jazz y la improvisación libre) son, entre otros, dos de los ejes vertebrales
decisivos de la escritura de Ildefonso Rodríguez (León, 1952). El sueño, que ha
sido elemento esencial y recurrente de su obra, pues muchos son los lugares,
las voces y los personajes que pueblan sus fronteras, alcanza en Son del sueño (Ave del Paraíso, 1998) y
ahora en Disolución del nocturno, un
lugar preciso de necesidad, de comprensión de una realidad sin simulacro que
acude al rescate de la vida gracias a esa figura que el pensamiento romántico
llamó un “poeta escondido”. Es evidente la inmersión en la tradición literaria
del sueño que, desde los románticos alemanes, pasando por Robert Louis
Stevenson, Arthur Rimbaud, Gérard de Nerval o el surrealismo, llega a nosotros
a través de Franz Kafka, Henri Michaux, Bruno Schulz o J. V. Foix, sólo por
citar algunas de las muchas presencias de un libro que es un mosaico, un
“retablo” sobre los sueños, a partir de los sueños, entorno y alrededor de los sueños.
Su audacia es mostrar esa otra parte que tanto buscó Alfred Kubin, quizás la
parte más grande de una realidad que, transformada en un gran juego personal,
se extiende sobre todas las certezas del mundo.
Son los juegos sin fin del “yo” y del “otro”, del
doble, de las voces que en este libro se acumulan y se hacen presentes: la del
“durmiente” y la del “despierto”, la de un “tercero inexistente” y reflexivo,
la del “lector” y el “vigilante”, la de los amigos y la memoria, la del amor y
la del deseo. Ese tercero inexistente, acaso oculto, esa “voz intermedia”, esa
“voz tercera” que dice, está en relación sin duda, con ese nuevo lenguaje que
Basarab Nicolescu abre a la escritura al introducir la lógica del tercero
secretamente incluido en la lógica clásica aristotélica, y que obedece al
principio de identidad de no contradicción y del tercero excluido. Una
revolución absoluta, como dice Clara Janés, pues este principio del tercero
secretamente incluido hace el papel de símbolo viviente que une las contradicciones,
que las abraza y las funde. Hegel ya definió el yo infinito y el yo finito; la
filosofía moderna e idealista la división tradicional entre contemplado y
contemplante; el yo y el no-yo de Fichte. Una infinitud que encuentra su
reflejo en el sueño, entendido como posibilidad de ser, una nueva versión de la
vida interior e inconsciente, una realidad mayor, en tanto en cuanto permite el
acceso a instancias o fuerzas que superan las limitaciones de la razón, del
individuo, de la percepción sensorial o de la misma realidad externa: el sujeto
no parece querer ni temer nada, pues al que sueña le “ocurren” sus deseos y sus
temores. Una realidad interior distinta y superior a una realidad inserta en la
causalidad y en la cotidianeidad, y donde la identidad sabe de la posibilidad
de la desintegración o del desdoblamiento.
Ildefonso Rodríguez asume el sueño, en su uso
literario, como un modelo poético, pues como llegó a decir Jean Paul, “la
poesía está hermanada con el soñar y el soñar es una especie de poesía involuntaria”.
Así pues, en vez de padecer el sueño, lo que este libro hace es elaborarlo como
elemento de re-construcción literaria y poética, o siguiendo a Gérard de
Nerval, dirigir los sueños en vez de someterse a ellos, dar significado al
orden de las asociaciones, crear formas de pura musicalidad. Para distinguir el
sueño de otros elementos imaginativos o mágicos, nace esa alteridad referencial
y narrativa, porque “la identidad también es una forma del sueño”. Esa
proliferación de dualidades proyecta el yo infinito de la lectura del que
hablaba Hegel a partir de la materialidad de la escritura. Como ha expresado
con certeza el psicoanalista James Hillman: “cada vez que traemos un sueño a la
vida estamos dando más fuerza a su dominio; cada vez que relacionamos un sueño
con sucesos cotidianos de nuestra realidad de carne y hueso, eso es
materialismo”.
Quizás sea este su libro más autobiográfico, el que
busca un lector que admita no sólo la búsqueda, sino la complicidad, pues
sentimos que el sueño se convierte en un operador de realidad, un lugar que “se
distingue por un matiz, un disturbio en las proporciones, un aire que se adensa
o enrarece a medida que el lector o quien escucha absorto la historia, pues el
lugar suele estar hecho siempre de palabras, se adentra, se posa en él”. Un
lugar material de reconstrucción, o como dice Aldo Sanz, una especie de relato
o de superficie acuosa (“esa agua (que) pone en relación las palabras y las
cosas”), una “líquida lírica” que permite el paso por los vasos comunicantes de
la vigilia y el sueño, por el reverso del sueño vigilado: “Pero no hay
respuesta, cuando dormido y despierto, soñado y soñador se han confundido tanto
que ya tienen un solo nombre. Ese nombre es Nadie”, y que recuerda tanto a
Michaux hablando de la nada en sí que es casi todo. El sueño entonces se
despliega por este libro -a la vez narrativo y poético, al tiempo reflexión y
creación- superabundante y libre, errante y transformador, con un punto de
tensión que lo envuelve sobre sí mismo, y donde se junta con el puro presente
del instante de la escritura: “Qué límites y marcos podrían ponerse a esas
luces, esos brillos que abren la negrura del que busca su visión con los ojos
cerrados?”.
El
lector encontrará aquí fragmentos y recuerdos de sueños acompañados de
asociaciones, digresiones, confesiones y postulados, propuestas y antagonismos,
consideraciones y reflexiones, películas contadas (ya dijo Buñuel que “los
sueños son el primer cine que inventó el hombre, e incluso con más recursos que
el cine mismo”), todo ello conectado en
un “híbrido”, en una “madeja”
casi teatral, en un “libro de injertos”, en un espacio “polimórfico” lleno de
personajes y escenarios, figuras y sucesos que, compuestos y reunidos al compás
de tantos años y tantos sueños, vienen a mostrarnos, con un lenguaje arriesgado
pero preciso, la vida del soñador despierto. Una suerte de Odisea de sí mismo en la que presenta un modo posible de atravesar,
con las palabras, los movimientos y realidades del sueño. En este universo,
todo pasa del lado de las palabras, que crean un mundo-otro gracias al campo de
fuerzas del sueño vigilado. Los sueños nocturnos tienden la imagen transformada
de los sueños del día: “Todos los sueños narrados son sueños inventados”. Al
fin y al cabo, como dejara dicho Xavier Villaurrutia, el sueño abandona lo
nocturno y se vuelve el contorno que dibuja el mundo, un mundo que empieza a
ser el dibujo del sueño. Lo nocturno es entonces una luz que se proyecta sobre
la pantalla de la oscuridad. Lo nocturno es el oleaje de la noche, su interior.
Algo predestinado no a la vigilia sino al sueño. Son los elementos del sueño,
aquellos que se vierten en la vigilia para soportar el espacio diurno de la
existencia, los que Ildefonso Rodríguez toma para definir el mundo. El sueño,
que es búsqueda, noche petrificada de lo mismo y lo otro, alcanza a ser en Disolución del nocturno, noche disuelta,
encuentro, luz, salida, pues sólo “así sería aguantar el vértigo asomado al
barranco”, la recomposición de la “vida fragmentada, esa vida que genera la
excitación y la angustia del narrador despierto”. Un narrador lírico que se
busca en “una cadena infinita de dormidos y despiertos, soñados y soñadores.
Allí ninguno de los dos es más real que el otro, el mismo nombre los iguala”.
Son, acaso, las canciones dormidas de quien va “despierto y por la calle”.
Publicado en la revista "Nayagua", nº 20, junio 2014, p. 226-230.
http://www.cpoesiajosehierro.org/web/index.php/nayagua/item/nayagua-20