jueves, 26 de noviembre de 2015

EL ESPACIO DE LA VIDA

Himnos craquelados
Jorge Riechmann
Barcelona. Calambur, 2015
209 páginas. 18 euros


La conciencia histórica y el compromiso con el presente alcanzan expresión en el personal mecanismo de funcionamiento de la escritura de Jorge Riechmann (Madrid, 1962). Es Jenaro Talens quien, a propósito de Espronceda, explica que la presencia de lo que es “exterior” al espacio del poema, se hace parte esencial del discurso poético, de tal modo que el poema no sería más que una de las partes que dialécticamente constituyen ese espacio. El convencimiento de que el lenguaje, y nosotros mismos, no puede ser transformado sin que antes lo sea la sociedad que lo produjo, es lo que convierte la escritura, recíproca y simultáneamente, en escritura política, donde la práctica poética y la práctica vital no son sino las dos caras de una experiencia unitaria y común. Riechmann, al igual que algunos románticos, ciertas vanguardias, y poetas cercanos como Juan Ramón Jiménez, Antonio Gamoneda o Chantal Maillard, aleja la escritura poética del espacio propio, restrictivo y único de lo que siempre se ha entendido por literatura.

         A las recientes reflexiones de libros como Ahí es nada (2014) y Fracasar mejor (2013), de ensayos como Autoconstrucción (2015) y de los poemas de Historias del señor W. (2014), se suma la poesía productora de mundo de Himnos craquelados: himnos en tanto se identifican con una colectividad y sus poemas se articulan en relación dialéctica con los otros, pues así “Se desaloja el ego / y hay sitio para el mundo iluminado”; y craquelados, no sólo como reflejo de una sociedad fracturada y agrietada, “el cosmos entero y quebrado y disperso y recompuesto”, sino también en la aceptación de que el lenguaje y el poema son resultado de una labor, de un trabajo que además de ser producto de la realidad, es una práctica, una forma (posible) de intervención y participación en el presente de lo real cotidiano: “Como otros arrojan las tabas o los dados / yo arrojo las palabras / y escruto las figuras que forman / buscando una verdad”. Una poesía del nosotros, de los otros, que hace “Saber que el espejo que de verdad cuenta / es el rostro del otro: // los rostros múltiples y singulares y anónimos / de la tercera historia de la humanidad”.

Poemas que dan cuenta de la crudeza de la vida, “Santas interrupciones / que abren / el espacio del pensar / y de la vida”, que tantean en lo oscuro y abordan esa oscuridad desde la política, la ecología, la economía, los sueños, los homenajes y las elegías, el amor o la muerte, como queriendo “coser / los desgarros del mundo”. Además de los poemas que ofician de “Preámbulo” y de “Final”, el libro tiene una estructura tripartita, tomando como base los “206 huesos” del cuerpo humano; las “36 muelas y dientes” con los que nacemos; y los órganos que nos constituyen, aquí denominados “Las vísceras de la piedad”. Son “Testimonios concretos de materialidad” de eso que unos llaman crisis y otros “lucha de clases”, palabras pegadas a la condición humana, escritas “para intentar que sea dicho / lo que ha de decirse y nadie dice”. Frente a grietas y fracturas, Riechmann levanta “escriños” y cestos capaces de recoger “las astillas / las briznas / los fragmentos” donde se recibe y se devuelve la luz a “nuestra sangrienta desnudez”.

Nicanor Parra señalaba que, a partir de sus Odas elementales, Neruda no sólo es capaz de dar el paso del yo al nosotros, sino que inaugura una “poesía para después de la revolución”. Más allá, lo que Jorge Riechmann logra es la revolución de una poesía del hoy y del ahora: “Frente a lo que hay / una delgada esperanza / contrafáctica”.


Una versión abreviada de esta reseña de "Himnos craquelados" de Jorge Riechmann, fue publicada en Babelia - El País, el sábado 21 de noviembre.

http://cultura.elpais.com/cultura/2015/11/19/babelia/1447935750_878746.html

http://cultura.elpais.com/cultura/babelia.html

lunes, 23 de noviembre de 2015

EL ESPACIO DE LAS PALABRAS

El monstruo ama su laberinto. Cuadernos
Charles Simic
Traducción de Jordi Doce
Epílogo de Seamus Heaney
Vaso Roto. Madrid, 2015
163 páginas. 15 euros                                                   




La admirable pero cáustica vivacidad de Charles Simic (Belgrado, 1938) vuelve a deslumbrarnos con la lectura de El monstruo ama su laberinto, como siempre ejemplarmente traducido por Jordi Doce, que es capaz de creerse ser, como recomienda el mismísimo Simic, apasionadamente el escritor del poema que traduce. Este nuevo libro es ingenioso y sutil, y a menudo sensato, y extraordinariamente divertido, fruto de un maestro del humor, de la sátira y del absurdo, un libro escrito y llevado al servicio de su propia vocación de poeta que busca el ser y el sentido de la poesía. Y en él anota claras observaciones y reflexiones inteligentes, apuntes de poemas, cosas vistas y cosas vividas, la existencia propia y la existencia de la gente, sus dichos y semblanzas, descripciones y opiniones, efectos de luz y de sombra. En pocas palabras, todo lo que tiene su origen en el desarrollo de la escritura. Quizás sea la práctica totalidad de lo aquí reunido, lo que permite al lector entrar de lleno en el “gabinete” de trabajo de Simic, y le muestra cuál es el material del que emana su escritura, ciertas técnicas de la producción poética y del proceso de la creación. Alguien seguramente habrá dicho que todo autor debería llevar un cuaderno de notas, y como increíblemente dijera William Somerset Maugham, debemos entender esta afirmación adecuadamente, es decir, tener en cuenta que, al tomar nota de algo, lo separamos del flujo de impresiones que se amontonan en la mente y acaso lo fijemos en nuestra memoria, pues hacemos nacer las palabras que le darán un lugar en la (nuestra) realidad. Al fin y al cabo, como bien sabe Simic, “La poesía, como el cine, cuida la secuencia, la composición, el montaje y la edición”.

Como ha comentado el propio Simic en el prefacio a The Poet’s Notebook: Excerpts from the Notebooks of 26 American Poets (editado por Stephen Kuusisto, Deborah Tall y David Weiss ; New York: Norton, 1995), la existencia misma de los cuadernos y libros de notas de un escritor vienen a demostrar que esa necesidad maníaca de nuestra cultura por encasillarlo todo no tiene sentido y acaba derrotada por la espontaneidad que gobierna este tipo de escritos, pues en ellos se incorpora la suerte y el azar de las posibilidades, de lo imprevisto e inesperado, llegando incluso a decir que la cabeza de un poeta es más como un vertedero que como una biblioteca. El monstruo ama su laberinto es de esta clase de libros, escritos en “una especie de no género hecho de ficción, autobiografía, ensayo, poesía y, por supuesto, ¡chistes!”, un género híbrido, una mezcla de aforismos, reflexiones, relatos, comedia y tragedia, epigramas y poemas en prosa, descripciones y cualquier elemento que tenga cabida en eso que los anglosajones llaman “commonplace books” o los italianos “zibaldone”. Solo citando algunos de los que parecen más cercanos, podríamos decir que se sitúa en algún lugar entre La tradición y el talento individual de T. S. Eliot y Personism de Frank O’Hara; entre los Cuadernos de David Ignatown y El viaje alrededor de mi cuarto de Louise Bogan; entre Las hojas de Hipnos de René Char y esos cuadernos de bitácora que Giorgos Seferis titulara sencillamente Días, siete volúmenes de los que el Nobel griego dice que “No se trata de confesiones, ni siquiera de un intento de señalar lo más importante. Son, a lo sumo, las huellas de un caminante. Pisadas en la nieve —para recordar aquella música de Debussy—. Huellas casi fortuitas de un instante cualquiera. Nuestras pobres huellas, nuestra ropa usada”.

Son máximas, relatos, parábolas, fragmentos de poemas, versos sueltos, reflexiones poéticas, máximas, narraciones y fábulas entre lo real y lo absurdo. Como afirma David Wojahn en un artículo en el que hace un recorrido a través de los cuadernos de diversos poetas (Excursions to the Town Dump: Poets and Their Notebooks, Shenandoah, Vol. 62, nº 1), Charles Simic logra combinar en este libro la imaginación incrédula y burlona de su poesía con la minuciosa y escrutadora inteligencia de su prosa, que encuentra en las diferentes formas y maneras de estos cuadernos un modo ideal para dar rienda suelta a su personal y única sensibilidad. Firmemente asentado en la realidad de la (su) experiencia vital y de su experiencia literaria y poética, sus puntos de apoyo más constantes son la poesía misma, la reflexión sobre el hecho poético y la memoria, engarzados por la fuerza de un lenguaje en el que “lo real y lo imaginario colisionan”. La primera parte se compone de escenas y recuerdos biográficos que, entre lo trágico y lo absurdo, entre lo real y lo soñado, nos muestran el Belgrado de la Segunda Guerra Mundial y las primeras andanzas de un emigrado en Estados Unidos, donde llega en 1954 y donde vive y escribe desde entonces. Cada episodio relatado tiene su propio brillo, cada uno a su manera son el germen de su escritura, y cualquiera de ellos resonará en nuestras mentes durante bastante tiempo, tan insistentemente como esos hambrientos piojos que infestaron la cabeza del pequeño Simic al ponerse, tras la liberación de su ciudad natal, el casco de un alemán muerto. La fuerza del relato de estos episodios reside en su capacidad para plantear preguntas sobre la naturaleza misma de la memoria.

En las cuatro partes siguientes, con igual determinación y franqueza inquebrantable, Simic entrevera pensamientos y reflexiones acerca del arte, la religión, la política, la historia, la literatura, el peso y el paso de la edad, y sobre todo, relativas a la escritura poética. Cualquiera de estas reflexiones, pensamientos y declaraciones, atraerán al lector no sólo por lo que dice, sino también por cómo lo dice: partiendo de una declarada concentración y austeridad lingüística (“sé breve y dínoslo todo”), sin embargo, no cede un ápice a la fuerza expresiva de la imaginación, a esa capacidad, descubierta en un poema de Elizabeth Bishop, de “ver con los ojos abiertos y ver con los ojos cerrados”. El lenguaje puede entonces ser capaz de capturar precisos momentos de emoción y estados de vida, o recrear una experiencia visceral, irracional o apasionada, una cuestión que lleva a Simic, y al lector, a intentar dirimir ese dilema o esa paradoja que se declara central en su escritura: ¿cómo comunicar y expresar esos momentos de conciencia, de percepción y de conocimiento, cómo dar cuenta de ese instante preciso vivido con intensidad que el lenguaje, preso y cautivo de su orden cerrado y temporal, parece no poder reproducir en la linealidad de una frase?. Quizás la pregunta quede mejor formulada con las propias palabras del poeta: “¿Puede un instante intemporal de conciencia expresarse de manera adecuada en un medio que depende del tiempo, a saber, el lenguaje? He ahí el problema del místico y del poeta lírico”.

Buena parte de sus inteligentes aproximaciones a los modos y maneras de la escritura poética buscan acercarse a ese conflicto, digámoslo así, que se plantea en el momento de dar cuenta de dos dimensiones enfrentadas, la del tiempo y la del espacio. Simic sabe que las palabras señalan el tiempo y que la frase, el verso, es una unidad temporal, y que en el trascurso de la escritura tiene lugar un proceso de transformación que hace que disminuya la suspensión temporal y la cercanía con la experiencia real o imaginada que dio lugar al poema. Una cuestión esencial es entonces cómo disminuir ese desplome temporal, cómo eliminar esos marcadores de tiempo que impiden la precisa expresión de la escritura. Para Simic, la respuesta a esas limitaciones y restricciones está en el espacio: “Nombramos una cosa y luego otra. Así es como el tiempo entra en la poesía. El espacio, por otro lado, existe en virtud de la atención que dedicamos a cada palabra. Cuanto más intensa nuestra atención, más espacio, y hay mucho espacio en las palabras”.

A estas capacidades significativas y asociativas, al carácter ambiguo de la lengua, se refiere Simic al declarar que “Las connotaciones tienen sus geometrías no euclidianas”, pues son esas capacidades propias de las palabras las que crean ese espacio en el que el lector experimenta cierto grado de atemporalidad. Enfrentado a la clásica teoría euclidiana, defiende la creencia de que puede existir más de una línea paralela a una línea dada a través de un punto dado, lo que viene a decir que hay variaciones y alternativas, que no hay una verdad lineal, sino que es posible la curvatura y la elipsis, las connotaciones, las yuxtaposiciones y las asociaciones. Así es como se es capaz de unir el tiempo y el espacio a través del lenguaje y de la imagen, pues “en los poemas líricos ambas categorías se reúnen. La imagen lleva el espacio al lenguaje (tiempo), que el lenguaje procede entonces a fragmentar en el espacio”.

De igual modo, el poeta debe ser consciente de otra variante del mismo dilema, y sabedor de que “La experiencia intensa elude el lenguaje. El lenguaje es la Caída de la conciencia y el temor reverente de ser”, debe ocuparse entonces en “Hacer algo que aún no existe, pero que al crearlo parezca que siempre existió”. No en vano, “Llegados a este punto, estamos en el reino de los significados sumergidos y elusivos que no se corresponden con las palabras que aparecen en la página. El lirismo, en un sentido lato, es temor reverencial ante lo intraducible. Como la niñez, es un lenguaje que no puede reemplazarse por ningún otro lenguaje. Un gran poema lírico debe rondar la intraducibilidad”. Cuando todas las teorías y preceptos se hacen inútiles, cuando no sirven sino para dar cuenta de lo ya sabido y son incapaces de mostrar el “milagro cotidiano”, entonces habrá que contar con “El azar como una herramienta con la que romper nuestras asociaciones cotidianas. Una vez rotas, emplear uno cualquiera de los fragmentos para saltar a lo desconocido”. Sólo así el lector puede escapar de la clausura final de la historia, pues “Históricamente, sólo la poesía es capaz de hacer audible la soledad humana”.

Como bien dice Eduardo Moga a propósito de otro libro de similares características, La creación del sentido de Basilio Sánchez (Pre-Textos, 2015), “la mezcla, la hibridación, el fragmento, responden adecuadamente al sentido alineal que han adquirido las cosas en la posmodernidad, que reproduce (…) el propio zigzaguear del pensamiento, y a la vez, el reblandecimiento de las certidumbres, la relatividad de los discursos. Pero el desafío de lo misceláneo radica en que no lo parezca, es decir, en que sostenga otra suerte de coherencia, en que se revele como otra forma de lo sólido”. De igual modo, en este libro Simic despliega una forma, personal y universal a la vez, de sabiduría literaria. El lector no va a encontrar estructuras lineales ni tesis indiscutibles, y mucho menos declaraciones asertivas, pues estos cuadernos son textos abiertos, un conjunto de exploraciones que acaso inician y descubren un camino y avanzan hacia delante. Pero sin embargo el conjunto posee una poderosa unidad argumentativa capaz de ceñir su forma híbrida y aparentemente abierta. El libro puede leerse a la vez como una obra de creación y como una pieza de prosa crítica o casi ensayística que se mueve, justamente, en esa tensión entre la forma abierta y su unidad argumentativa, y que hace que el lector se sienta partícipe de una conversación en la que, incluso, somos invitados a participar de forma también crítica y activa. De esta manera, estas páginas sobre el proceso creativo surgidas en el espacio abierto de su propia libertad de escritura, en esas “Ciudades laberínticas donde siempre me pierdo” como dice en una de sus entradas, hacen que el libro vuelva sobre sí mismo, creando su propio método, puesto que lo que lleva a cabo no es sino el reflejo crítico y activo de la propia creatividad haciéndose en la escritura misma. Un poco al modo en el que Simic dice, a su juicio, funciona el verso libre: “Uno acelera o frena el flujo de las palabras. Uno se detiene… calla… luego echa de nuevo a andar”.


El monstruo ama su laberinto, es un gran libro, tan incisivo e inteligente como descarnadamente cómico y humorístico, trágicamente irónico, pues “Hay tanta verdad en la risa como en la tragedia”, tanta como en la exageración, un rasgo que, como afirma Seamus Heaney en “Abreviando, que es Simic”, ese impagable artículo incluido como epílogo del libro, forma parte inquebrantable de su escritura. El lector, acabada su lectura, sabe que volverá una vez y otra a estos textos, esencialmente porque será consciente de que es parte de ellos, parte de ese camino que nos lleva más allá, pues “Sólo la poesía puede medir la distancia entre nosotros y el Otro”. Dice Simic que ese es su anhelo y, al mismo tiempo, su desesperación.


Publicado en la revista "Nayagua", nº 22, Julio 2015, p. 237-241


martes, 29 de septiembre de 2015

CONTRA LA INSIGNIFICANCIA

El fin del mundo en las televisiones
Diego Doncel
Visor. Madrid, 2015
108 páginas. 10 euros

Territorios bajo vigilancia (Poesía reunida)
Diego Doncel
Visor. Madrid, 2015
240 páginas. 12 euros



    La lectura de su poesía, reunida en Territorios bajo vigilancia, desde El único umbral (1991) hasta Porno ficción (2011), deja patente que tras la publicación de En ningún paraíso (2005), Diego Doncel (Malpartida, Cáceres, 1964) refunda su original y personal escritura al asumir el presente como su escenario material. En su nuevo e imprescindible libro, El fin del mundo en las televisiones (XXVIII Premio Tiflos de Poesía), va más allá en la denuncia del dolor de vidas en conflicto, de esa imagen simulada de lo real que emborrona toda representación verosímil y en su alegato moral contra la mezquina insignificancia: “El mundo es solo un punto de fuga, los pensamientos son lugares de nadie”. Fruto de un realismo capitalista, donde el simulacro de los medios de comunicación, la arquitectura del espectáculo y la infección mercantil ofrecen una realidad virtual, somos incapaces de ver el mundo, y solo vemos su imagen, “una verdad al margen de la verdad”.

Doncel lleva a cabo, (re)apropiándose de sus recursos y modos de representación, la liquidación del encantamiento de una posmodernidad ensimismada. Destaca así la polifonía imaginativa de sus nueve secciones (del Canal 1 al Canal 9), más una nota final que reclama “encontrar una forma de hacer de esta época un lugar habitable”. Es el resultado de la acumulación de pantallas (“slides”) y cuadros (“frames”), de los fotogramas secuenciales de una película de la conciencia que se articulan, como eslabones de mercurio o una sucesión de fundidos encadenados, en este diario poético y escenográfico de las sociedades polares. Es el largo “travelling” de un sujeto que, narrador y protagonista, es a la vez objeto de lo enunciado. Un “video jockey” que sabe y “dice que samplear imágenes es un juego de espejos”, una voz entre voces que, en ese “sampleado” de lo real, desvela la estructura profunda del presente.

Quien aquí habla, es el equivalente literario de un “avatar” nada virtual que, entendido en su sentido hinduista como proyección del individuo en un sistema social, es capaz de descender al mundo de los mortales: “no somos un lugar sino la incertidumbre de un lugar”. Gracias a la amplitud ganada por el versículo, se logra un equilibrio entre la narrativa de videojuego o de escenario televisivo, y su habilidad para insertar una trama amorosa. Quizás, solo la íntima y rebelde distopía del amor, nos hace ver “quiénes somos” y “qué son las cosas”, y que “la utopía es tan frágil como la felicidad”. Y al fin, volver al verdadero tiempo de las cosas cotidianas y a la humanidad de “nuestro propio saber”.


"El fin del mundo en las televisiones" y "Territorios bajo vigilancia. (Poesía Reunida)" de Diego Doncel, reseña publicada en Babelia - El País, el sábado 19 de septiembre.


sábado, 20 de junio de 2015

ESA EXTRAÑA REVELACIÓN DE LA ALEGRÍA

Texto leído en la presentación de la lectura poética de Luis Suñén, el viernes 5 de junio, en la Fundación Segundo y Santiago Montes de Valladolid.


     
 
     Como bien a dicho su amigo Antonio Muñoz Molina haciendo uso de un típica expresión anglosajona, Luis Suñén (Madrid, 1951) es “a man of many hats”: ha sido uno de los mejores editores de España, director adjunto de la editorial Aguilar, director editorial de Alfaguara, Acento y Espasa Calpe y  director general de Alianza Editorial. Actualmente dirige la revista de música clásica Scherzo y ha escrito de y sobre música en el diario El País, donde también ha sido crítico literario, además de haberlo sido antes, entre otras, en la revista Reseña, en la revista Ínsula, en la revista El Ciervo y en el diario Informaciones. En Radio Clásica (Radio Nacional de España) dirige y presenta, desde hace ya diez temporadas, el programa Juego de Espejos. Es miembro, desde su fundación, del jurado de los International Classical Music Awards, los premios discográficos dedicados a la música clásica más importantes del mundo. Es autor de una edición crítica de la obra de Jorge Manrique (Edaf, Madrid, primera edición, 1980), de dos antologías de la poesía de Pedro Salinas (Seix Barral, Barcelona, 1984 y Consorcio Madrid Capital Europea de la Cultura, Madrid, 1992) y de los libros de poemas El lugar del aire (Hyperion, Madrid, 1981), Mundo y sí (Pamiela, Pamplona, 1988), El ojo de Dios (El Equilibrista-Universidad Nacional Autónoma de México, México D.F., 1992), Vida de poeta (Ave del Paraíso, Madrid, 1998) y Las manchas de la luna, recogidos bajo el título de El que oye llover. Poesía reunida (1978-2006) (Editorial Dilema, 2007). Un nuevo libro, Volver y cantar (2006-2014), acaba de salir en la editorial Trotta. Es autor, igualmente, de un libro de conversaciones con el director de orquesta Antoni Ros-Marbà, La música (Acento Editorial, Madrid, 1994), y de una adaptación de Zaragoza, de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, con ilustraciones de Pablo Auladell (Edelvives, 2008) y de la edición española de 1001 discos de música clásica que hay que escuchar antes de morir (Grijalbo, 2009). Participa regularmente como profesor de Proyectos Editoriales e Historia de la Edición en España en los cursos de máster en edición y gestión cultural organizados por la Universidad Complutense, Universidad de Alcalá, Universidad Autónoma de Madrid, Universidad Carlos III (Madrid), Escuela de Letras de Madrid, Instituto de Empresa y Fundación Santillana-Universidad de Salamanca.

     
    Ha sido uno de los mejores editores de España, pero creo, estoy convencido, que por encima de todo es poeta, aunque no lo diga y casi lo esconda, pues su modo de hacer y de pensar es poético. Si lo han leído o van a leerlo, se darán cuenta enseguida de la dimensión luminosa de su poesía, de su capacidad celebrativa y en muchas ocasiones iluminativa, en la estela de los mejores poetas en español, desde el Barroco a Jorge Guillén y Gerardo Diego, Gastón Baquero, Claudio Rodríguez, Lezama Lima o José Emilio Pacheco, sólo por citar a los más cercanos, y en la estela también de algunos de los mejores poetas ingleses y americanos, desde Wordsworth, Yeats o Thomas Hardy hasta Robert Lowell, William Carlos William, Wallace Stevens, T. S. Eliot, Kenneth Rexroh, Charles Wright, John Ashbery o Mark Strand, poetas en los que admira, como ha confesado, su libertad de expresión y sus formas de contemplar la realidad por encima de su dicción.

Su poesía se expresa de una manera en cierto modo engañosa, pues la claridad de las enunciaciones esconde una complejidad de los trasfondos, como ocurre en la mejor poesía. Es una de las voces más dotadas, elegantes, inteligentes y personales del mundo poético en castellano, como demuestra de nuevo con Volver y cantar (2006-2014), quizás el mejor de sus libros, pues vuelve, de una manera renovada, a construir y dar cuenta de un mundo a veces extraño, pero nunca distante y sobre todo inquietantemente humano, que es uno de los rasgos esenciales de su escritura. Un libro, este recién publicado, que de algún modo expande su poesía, y donde alcanzan culminación su expresión y pensamiento poéticos. Renueva, sin olvidar el poder de la razón, esa especie de función sacra de la poesía y de sus valores de verdad y de belleza, todo gracias a una fusión de materialidad y de trascendencia, de cuerpos y de luces, de lo visible y lo invisible, como muy bien queda expresado en el poema titulado “Sobre un texto de Oglala Sioux Black Elk”:

En la cima de la montaña del mundo
Se ve el mundo. Más allá de lo
Que la vista alcanza el ojo
Comprende y lo que ves
Y lo que entiendes no te
Pertenece. Es la vista de Dios
La que mira por ti y su semilla
La que crece en el centro de
Esa nada que para él es todo
Y para ti es el mundo que ves
En la cima de la
Montaña del mundo.

Su escritura da cuenta de una experiencia directa de lo real, de una memoria biográfica, de una geografía individual y personal, donde se hacen presentes datos y hechos concretos y familiares que, sin embargo, se contraen hasta desaparecer en la fuerza de unos poemas que de algún modo nos obligan, con una rara coherencia en la poesía reciente, a reconocer otras formas no habituales de representar el mundo en el texto, una escritura atenta a describir la pulsión de la materia verbal en su propio hacerse. Y así, creo, lo dice al final del poema “De la correspondencia de las artes” de su libro “Vida de poeta”: “Un poco (…) como / el poema, que suma lo que resta, / que disfraza la verdad con ropa usada / para hacerla más cierta. / La regla es lo común, sólo la práctica / tiene que ver con lo que dura”.

La música respira en sus poemas, la música oída y la música de los versos, pues su musicalidad hace que el sonido sea en sí mismo parte del significado, el vehículo esencial para dotar de sentido al poema, una música que seduce al lector una vez instalada en su cabeza, una música verbal creada para hacernos entrar en el mundo, y este mundo tiene que ofrecer un ritmo distinto del que hay en el exterior, y es así como “engancha” a quien decide entrar en esa música del mundo de sus versos, pues entonces el lector siente “como si / pudiera adivinar el pensamiento / del mundo, todo / se hace claro de repente / y la sombra de las cosas / se abre como una fruta”. Delicados juegos vocales y delicadas rimas y gamas sonoras, un marcado eco musical, y una armonía que hace que cada palabra sea parte de un orden superior. Su poesía es capaz de mecer al lector entre la ironía y la alegría, entre la justeza de su humor y la amplitud de su verdad poética. Es un poco eso que Charles Olson llamó el “verso proyectivo”, en el que la forma no es otra cosa que la extensión del contenido: “Sílaba / viva en reunión tan quieta / que silencio rebela y no resbala / en sombra nula. Dice su verdad / y eleva a tal la misma dicha / que en soledad creyera sólo suerte”.

Es la suya una sensibilidad omnívora, y de igual modo que unas pocas sílabas pueden marcar la diferencia entre lo absurdo y lo abisal, otras veces el humor y la seriedad están unidos inextricablemente. Luis Suñén es, como decía Wallace Stevens y ha reseñado también Mark Strand, un poeta del clima: tiene un tono reconocible de inmediato, una sonoridad que obliga a la escucha, un ritmo vital. El suyo es un mundo verbal, poético, que surge de su propio mundo, de su experiencia del mundo, y las (sus) palabras crean ideas, crean sentimientos, y esas ciertas ideas y estados de ánimo, son característicos de una escritura que muestra “la huella firme / de lo vivo”.

Una de las cosas que hacen de su poesía un referente único, es cómo logra unir y mezclar el humor y la elegía con una declarada elegancia, de tal forma que lo cómico, lo irónico, lo humorístico, nunca se vuelve frívolo ni burdo, ni lo elegiaco llega nunca a volverse dramático, sino apenas una nota lánguida de fondo. Una mezcla de melancolía y humor, pues ambos elementos van juntos en el mismo poema, y de tal modo que la transición entre ellos es casi invisible, y el lector así llega a ellos sin transición, sin saber cómo ha llegado hasta allí. Antes he dicho elegía, pero el término que mejor define ese modo poético es el de contraelegía, al modo en que lo hace José Emilio Pacheco, un máquina expresiva que, con materiales del común, proyecta “luz no usada” sobre el haz y el envés de lo real, resolviendo en claridad reveladora lo intrincado, lo recóndito o lo remoto en lo cercano y vivido. Lean sino los versos finales del magnífico y memorable poema “The Resurrection”, inspirado en el cuadro del mismo título de Stanley Spencer, e incluido en Volver y cantar, cuando llegados a ese momento último de la vida, alcancemos acaso a saber que “Al fin todo era ya / Principio para siempre”.

Son poemas escritos entre la metonimia y la metáfora, poemas que toman un trozo de vida para dar cuenta de la vida, para ofrecer una reflexión, acaso también una enseñanza, un ejemplo o un consejo, pero a la vez metafóricos en tanto ofrecen un mundo alternativo, otro, que tiene sus propias reglas y regulaciones, y en el cual son perceptibles rasgos del mundo, son como cámaras de niebla que crean su propia atmósfera permitiendo que sean visible en ellos las estelas y las trazas de lo que no es visible o indetectable de otro modo. Lo que importa es la integridad de ese mundo verbal y poético creado, o revelado quizás, su-nuestra perpleja familiaridad, esa que queda en la resonancia, en el eco del tiempo suspendido de la lectura, esa razón que vuelve y reposa dando “al corazón / la costumbre tan fiera de saberse”.

Digamos pues, y me arriesgo a que el poeta me abronque, que la obra de Luis Suñén puede leerse casi como una sinfonía, poemas y libros que se van sumando, de modo que llegamos al último movimiento, a este reciente Volver y cantar, con todos ellos recapitulados. Si en la sinfonía clásica cada movimiento deja atrás para siempre a los precedentes, sin embargo hay un progreso y una reiteración. Como bien ha dicho Blas Matamoros, hay algo del pasado que no acaba de disolverse en el presente, por decirlo en términos de la historia. Y es así, como “El que oye llover”, el título de su obra reunida, como define bien su situación, que más allá es, precisamente, una actitud.

Como ya dijimos al inicio, Luis Suñén es un maestro del punto de vista, su originalidad y especificidad procede de su particular modo de mirar las cosas, de la situación de su mirada, de su particular modo de mirar la realidad, pues como bien dice en uno de su primeros poemas: “Nada inventa el mundo / sin tu ojo”; o en otro mejor cuando dice: “La vista / un hilo / hacia la forma”. Nunca tiene intención, aunque lo sea, de ser un virtuoso, sino que se sirve de la técnica para quitar lastre a sus poemas, hacerlos escuetos y vivos, vivaces, intensos y a la vez accesibles. El resultado es una poesía ágil, vivaz, tranquila y natural, y sus poemas trabajados artefactos verbales pensados para transmitir sensaciones con la mayor naturalidad posible, con la claridad y la sencillez de sus imágenes, haciendo que lo ordinario y cotidiano parezcan algo extraordinario. Su sentido del ritmo y su buen oído son proverbiales. La vista y el oído, su verosimilitud y su tangibilidad, su cualidad tangible, hacen, como una vez dijo Philip Larkin, y así lo apunta también Esperanza López Parada en el prólogo a El que oye llover, que su legibilidad sea su credibilidad, en sí íntima celebración de la dicha de vivir y de amar, “esa extraña revelación de la alegría”.

Aunque la edad no cambien “ni el hilo / ni la razón / ni la vista”, en sus últimas entregas y sobre todo en el reciente Volver y cantar, se expande lo privado y el movimiento de los versos y del poema, crece un anhelo positivo, siempre presente, que encuentra cierto sosiego en la convivencia o coexistencia de sujeto y poeta. Una afirmativa vitalidad, una reimaginación del mundo que no deja de ser un autorretrato, o como esos cuadros holandeses, es la figura central de un retrato colectivo en el que cada uno es en relación con quienes le acompañan, con quienes se retrata para sí retratarse. Sus poemas son perfectos en su ejecución y conmovedores por su belleza, resuenan en nuestras cabezas, y lo que en ellos pasa es lo que queda, como en ese declarado verso de José Emilio Pacheco que dice: “Las nubes duran porque se deshacen. / Su materia es la ausencia y dan la vida”. Su escritura pueda entenderse en sí misma como una vida, y la suya es una vida de poeta. Como decía en su primer libro, “Voluntad de vida, / plenitud cierta”. O como dijo Jaime Siles de su escritura, una “fe de vida”.

La luz: uno de los aspectos que más me fascinan en la obra de Luis Suñén, es la luz. Es una luz que matiza contornos y objetos, y que permanece en muchos de sus poemas, son puntos de luz, lluvia de sílabas que caen sobre los poemas, esa “luz que sólo es tacto”, “la luz (que) envuelve / el aire”, “la luz” de “un mar en calma”. La realidad está signada por la luz (por la sombra, los colores), símbolo de la vida y la esperanza, una luminosidad que presenta las cosas ahí mismo, no para mirarlas, que también, sino para que sean miradas. La “luz que aún queda” en el “oscuro mar”, cuando “desgarrada la nube” surge “el arco iris”.

La fuerza de su escritura es una cuestión de “tono”, y lo digo de la misma manera desafiante que Hans-Georg Gadamer lo dice en Poema y diálogo, entendiendo tono en el mismo sentido gadameriano, en el sentido de su raíz griega, entendido como tensión, como la de la cuerda tensada de la que brota la eufonía. Y que unos versos y unos poemas y unos libros (la suma de su obra es sólida y con un estilo compositivo, en el sentido benetiano, que la diferencia del resto) tengan tono es el verdadero rasgo que define un poema verdadero, auténtico, es lo que constituye el poema como tal. Y así, sus poemas invitan a una escucha que el lector debe afirmar, y digo escucha en el sentido en que lo dice Eduardo Milán: el tema del poema es el poema, y aunque trate de cualquier tema, el propio lenguaje, la propia estructura del poema, transcienden lo que tratan. Como dice al final de su poema “Magias”, dedicado su nieto, en ese libro imprescindible que es Volver y cantar, la vida al fin es eso:


Es algo parecido a esto, a lo que
Ves todos los días y no entiendes.
Porque no hay nada que entender
Cuando la luna te reconoce y te lleva,
Te despierta y te arrastra más allá
De la niebla del sueño, del espanto
Y la furia, del lugar del que viene
La lluvia interminable,
Dichoso el corazón
Por una vez.

jueves, 9 de abril de 2015

LA ELOCUENCIA DE LO INSIGNIFICANTE

Paseo de la identidad
Luis Bagué Quílez
Visor. Madrid, 2014
57 páginas. 10 euros


       Una de las marcas que definen la escritura de Luis Bagué Quílez (Palafrugell, 1978) es su capacidad para mostrar el espacio difuso y el tiempo inmensurable de lo real, pues la suya es una “cosmodicción” que sabe “dar voz a lo que ve”, de tal modo que el poema es capaz de cargar con “el gramaje del mundo a (sus) mis espaldas”. Paseo de la identidad (su quinto libro de poemas, merecedor del XII Premio Emilio Alarcos)  profundiza en una visión del mundo comprometida con lo contingente y lo existencial, con la geografía en ruinas de una entrópica “identidad global” que, dibujada por “tantas cosas con haz y con envés”, nos engaña con su retórica soluble y “nos lanza a la cara el guante de la duda”. Por eso la dualidad de un libro que se atreve “a nadar entre dos aguas”, a dar cuenta del “eterno dilema -mocca o latte- / (que) se cuece en un crisol de credos maniqueos”. Y ese dilema no es otro que el de una sociedad obligada, ante una realidad antitética repleta de contradicciones y paradojas, a elegir entre “Estética y cosmética. // No te muerdas las uñas, / pero muérdete / las uñas antes que la lengua”.

El sujeto del poema adquiere una naturaleza de avatar en su modo de enlazar realidades actuales y referentes del pasado, cargando el lenguaje de juegos metafóricos e icónicos, y proyectándose a sí mismo en sus desplazamientos por el espacio fragmentado de una realidad en crisis. “Vacíos por completo de sentido / real y ficcional”, al dislocado yo del poema solo le cabe afirmar: “Cierro la eternidad con vistas al vacío. / Me asomo a mi interior”. Un renovado y actualizado flâneur que viaja por el exterior contemplando el interior del propio yo, y que hace uso de la cultura y del cine, de la iconografía y de la mitología popular para mostrarnos un renovado “mal du siècle en el paraje ameno” de la red del mundo de hoy. Finalmente un avatar no es más que un retrato que puede ser visto hacia dentro y hacia afuera, una dialéctica capaz de exteriorizar lo interior como una de las caras del poliedro de la identidad. Por eso la proyección fractal del libro gracias al filtro de la mirada de unos poemas que, hablando a través de las cosas elegidas, se convierten en un auténtico tableau vivant de la escenografía de lo real y lo aparente. Un discurso fragmentario e irónico, y a la vez sentencioso y aforístico casi, que crea una imprevista red asociativa formada por nudos divergentes y por la alteración de dichos y  frases hechas: “No cambia lo que solo se transforma. / Solo lo que ha cambiado permanece”.

Un gran plano compuesto de muchas secuencias, un collage de itinerarios discontinuos y de pedazos de mundo: “¿Qué diferencia ves / entre la filmación y lo filmado?”. Un lenguaje único y eficaz que prefiere, entre las “Paradojas del arte / y (la) ciencia del hallazgo”, renovar “la elocuencia de lo insignificante”, buscar la totalidad en la integración de expresiones actuales y en el uso de la ironía, sin que por ello el poema pierda su intensidad y su ingenio. Frente a la crisis y al poder del capitalismo emocional, ese que se inmiscuye en la intimidad del ser, declarar una identidad y una vida emocional conscientes de que “Las palabras que nos salvan la vida / son las mismas que pueden condenarnos”. Un “Arte pobre” que, como en la cita de Germano Celant que abre el díptico del mismo título, está comprometido con la contingencia, un compromiso que permite al poema poner “El andrajo y el mármol / frente a frente”.


Una versión abreviada de esta reseña de "Paseo de la identidad" de Luis Bagué Quílez, fue publicada en Babelia - El País, el sábado 29 de agosto.

lunes, 23 de marzo de 2015

COMO QUIEN OYE UN PÁJARO

Las veces
Esperanza López Parada
Pre-Textos. Valencia, 2014
92 páginas. 16 euros



Dice Adam Zagajewski que, frente a las fuerzas del caos, la poesía las ordena momentáneamente y nunca para siempre, por eso es como un duelo que no tiene fin. Para preservar ese orden surge Las veces, la asoladora belleza del impresionante y conmovedor libro que Esperanza López Parada escribe a partir de la muerte de su madre. Ni elegía, ni retrato, ni recuento biográfico, menos una terapia contra el dolor o una confesión sentimental, es fruto de la necesidad de hacer presente en el poema esa figura materna ya ida. Surge de una deuda y un deber de escritura, es la anamnesis de una memoria reflexiva que “ilumine sin brasa / la casa de las pérdidas”, un drenaje de la materia vivida que opera en las palabras del poema: “no hay horizonte / hay este volver y rondar” con el que “iluminamos una hoguera íntima”. La muerte hace posible este libro, pero como explica Valente, el lector no debe buscar una explicación en la experiencia exterior que da lugar al poema, porque esa experiencia no existe más que en el poema y no fuera de él. Es un lugar de enunciación, el lenguaje es el protagonista, hace “las veces” de una reparación de lo perdido, pues sólo la palabra puede desandar ese camino que lleva a la muerte, signo y medio, como diría Spinoza, de una “continuación de la existencia” del tiempo vivido: “La memoria es un órgano / frágil que sólo vive hacia delante”.

Este libro domestica la muerte a través de un proceso de objetivación, y eso sólo puede hacerlo la lengua, ese lugar de habla que hace del poema un lugar de conciencia: “las madres enseñaban / a leer, abrían la vida y su despojo”. Nos enseña que el “Fruto del vientre / de la madre /es este conocer final”, pues “Sin la madre / nada se sabría de la muerte”. Un saber distanciado que, liberado de la pena, está al cabo de que la muerte es “la que, ajena / a su propio movimiento, enseña a mirar”, es la madre muerta la que “alcanza a ver su mismo revelarse / si ella se convierte en ojo que mira”. Como afirma Tamara Kamenszain a propósito de ‘Si me puedes mirar’, el poema que Olga Orozco dedicó a su madre, es el hilo infinito de la lengua materna que acompaña al sujeto en su descenso hacia sí mismo, ganando así un modo de nombrar la muerte. El poema se convierte en refugio de la palabra verdadera para, una y otra vez, llegar “hasta el punto donde / la lengua ha de aprenderse / desde el principio”. Y escuchar la muerte así, “como quien oye un pájaro”.


"Las veces" de Esperanza López Parada, reseña publicada en Babelia - El País, el sábado 21 de marzo.

martes, 17 de febrero de 2015

NAVEGANDO OCÉANOS SIN BARCOS

Decreación. Poesía, ensayos, ópera
Anne Carson
Edición bilingüe
Traducción de Jeannette L. Clariond
Vaso Roto. Madrid-México, 2014
359 páginas. 25 euros



      Ya desde Wallace Stevens (de quien habría que recordar algunos versos de Notas para una ficción suprema, los que hablan de “un ver y no ver en el ojo” y que proponen “no haber en absoluto razonado, / haber dado con el tiempo principal a partir de la nada”), la influencia en la poesía norteamericana de la idea de “decreación”, elaborada y analizada por Simone Weil, ha sido y sigue siendo más que notablemente sustancial, sólo basta citar a Jorie Graham y Anne Carson, dos de las poetas más influyentes y decisivas de la escritura poética contemporánea, para validar esta afirmación. Ambas, cada una a su manera, buscan explicitar y dar cabida en su escritura a ese mundo “decreado” explorando la dimensión formal de la escritura, incluso acercándose al modo en que la poesía quiere reemplazar a la oración justo en ese momento en el que Dios no está o parece ausente. La poesía entonces como la mejor expresión de la nada y del inminente vacío, la manera más eficaz y eficiente de acercarse plenamente a la naturaleza del mundo material.

      Por tanto, esa idea de Simone Weil que da título al libro de Anne Carson, Decreación, es la que gobierna de principio a fin toda la obra, un proyecto de escritura que, de la mano también, entre otros, de Safo y Marguerite Porete, tiene el “valor de entrar en una zona de absoluto atrevimiento espiritual”, pues “decreación es un deshacerse de la criatura en nosotros -esa criatura encerrada en sí y definida por el yo-. Pero para deshacer el yo uno debe moverse a través del yo hasta el interior mismo de su definición. No tenemos otro lugar donde comenzar”. Ante la pregunta de “cómo vamos a cuadrar estas oscuras ideas con la brillante asertividad del proyecto de escritura (…), el proyecto de decir al mundo la verdad sobre Dios, el amor y la realidad”, y frente a la potencial imposibilidad de esa actitud, Carson lleva a cabo en este libro (como bien dice Richard Farell a propósito de Red Doc (2013), una novela en verso consecuencia directa de otra anterior, Autobiography of Red) una especie de “heterotopía recombinante” (esa medida heterogénea por excelencia, según Foucault, del mundo contemporáneo), buscando un espacio donde tenga cabida cualquier forma ideal de género, de fragmentos, de ecos y de referencias, desplegando la escritura como una suerte de tapiz, fruto de un esfuerzo imaginativo casi inigualable. Un tapiz tejido con lo revelado, con lo que, a pesar del mundo, acaso permanece o quiere permanecer, y que alcanza su reflejo en todo: “Cicatriz tras cicatriz/ los eslabones / cascabelean una vez. / Navegamos madre en un océano sin barcos. / Piedad por nosotros, piedad por el océano, navegamos”.

      Decreación podría ser definido como un manual de estilo de los procesos imaginativos. Su propia estructura viene a subvertir cualquier expectativa formal, y más allá del desconcierto o de la intriga, sus páginas nos arrastran, y somos impelidos por la necesidad de saber qué es lo que va a venir y a dónde vamos a llegar. Anne Carson ha manifestado, en una entrevista, que el poema, cuando funciona, lo hace porque es una acción de la mente capturada en la página, y el lector, para que se involucre en ella, tiene que entrar en esa acción, repetir esa acción y desplazarse a través de ella en su propia mente, pues esa acción de pensar es la que marca la diferencia. Quizás por eso su escritura se mueva a saltos (de ahí la cita inicial, tomada de la traducción al inglés de los Ensayos de Montaigne realizada por Florio en 1603: “Amo esa suerte de andar poético, a saltos y a brincos”), aparentemente al azar, pero sólo aparentemente, moviéndose en el tiempo y en el espacio, a veces sin causa ni efecto. Quien espere un relato lineal acabará decepcionado, pero un lector seguro y atento, dispuesto a leer y a releer, alcanzará una segura recompensa. Herética casi, inventiva, tan atrevida como deslumbrante, Carson desafía con su obra, y en Decreación definitivamente, los principios y límites establecidos que pretenden definir la literatura y la poesía, y al hacerlo así -manteniendo siempre un agudo sentido del humor- se empuja y nos empuja a mirar hacia adelante, hacia mundos desconocidos. Lo que logra es trastornar nuestras expectativas, lo que hace es buscar y extraer los significados con su definiciones, con las connotaciones y denotaciones de las palabras en la estructura misma del lenguaje, tejiendo y a la vez desentrañando ese tapiz que se ha dispuesto de-crear. Nuestra mente, viene a decir, es nuestra herramienta de escucha tanto como nuestros oídos, que la verdad no es dicha hasta que nuestras voces son oídas. Sólo así podremos llegar “al borde de lo pensable, que se filtra”.

      Aunque la comparación pueda parecer extraña, no deja sin embargo de ser ilustrativa, porque este noveno libro de Anne Carson se asemeja mucho al modo en que operan los “transformer” -esos juguetes japoneses que han alcanzado protagonismo cinematográfico, robots extraterrestres con la habilidad de pensar y transformarse por sí mismos en máquinas inteligentes-, que son capaces de adoptar la forma precisa en cada momento en esa especie de multiuniverso de alta definición en el que habitan. Decreación lleva a cabo un proceso similar, busca igualmente en cada momento la forma precisa de expresión, la manera de perfilar y dar entrada en la escritura a la realidad del mundo. Carson se mueve de una forma a otra, de un género a otro, de un cuerpo a otro. Se inspira en el cine, el arte, la música, el ensayo, el documental, el libro y el guión, en textos literarios, reflexivos y filosóficos, de Píndaro a Elisabeth Bishop, de Homero a Virginia Wolf, que son sólo unos pocos de los muchos componentes de un coro de referencias que, juntos y por separado, son casi capaces de cantar un aria. El lector de esta reseña sabrá entonces comprender la dificultad del crítico para extrapolar citas e incluirlas en el texto, pues en este libro, citando las palabras de Miguel Casado a propósito de otro libro, El inconsciente óptico de Rosalind Krauss, la escritura de Carson es fruto de un incesante “trabajo de montaje” en el que se suceden “géneros, hablas, hilos narrativos y argumentativos, voces. Una forma que tan pronto se esquematiza, cuaja, se redondea, como se disuelve en rupturas súbitas, en saltos. Escritura que busca su lógica cada vez, que nada promete ni garantiza, que se resiste a la fijeza, que pule y teme su brillo”.

      Sentirse muy dentro de uno mismo saliendo fuera de sí mismo, esta podría ser una de la máximas de Decreación, y esto es posible a través de unos poemas que, en “Paradas”, son una “cadena de sueños”; de un elogio del enigma y de los mecanismos de ese sueño que se titula “Toda salida es una entrada”; de ensayos sobre lo sublime en Longino y Antonioni y de poemas “Sublimes”; los seis poemas de “Gnosticismos”, sobre los fracasos y encuentros de la vida y sobre el sueño mismo de esa vida (“en alguna parte de la máquina” encontrar “venas latiendo”); la escritura que surge de la imagen de un cuadro, como esa “Figura sentada con ángulo rojo (1988) de Betty Goodwin”; “Muchas armas (Un oratorio para cinco voces)” justo sobre el poder de la palabra en contra de las armas; el beckettiano “Quad”; un diálogo entre Abelardo y Eloísa en “El guión de E y A”, sobre cómo romper las normas, sobre cómo “Una persona tiene que aprender a caminar hacia atrás todo el tiempo” y avanzar como si uno nunca hubiera sido; y tras “Totalidad: el color del eclipse”, una reflexión sobre el color, el error y el éxtasis, nuestro camino nos lleva hasta “Decreación”, un ensayo titulado “De cómo dicen Dios mujeres como Safo, Marguerite Porete y Simone Weil” y una “Ópera en tres actos”; el libro se cierra con el “listado de tomas” de “Anhelo, un documental”. Y todo (“Lo quiero todo. / Todo es un pensamiento desnudo que impacta”), en contra de lo que pueda parecer, se muestra tan compacto como un gran bloque de piedra labrada.

      Los lectores que conozcan el trabajo de Carson no tendrán mayores sorpresas, pues sabrán que son parte del libro, parte del proceso de pensamiento, parte de las preguntas y de las contradicciones que suscita. Los poemas quieren responder a los ensayos, y a la inversa, las canciones pueden ser cantadas, el propio lenguaje pone en cuestión el modo en el que, a través de él, llegamos a saber y a conocer. Este magmático libro nos recuerda que la poesía puede no tener respuestas, que las palabras pueden no dar consuelo ni alejarnos del miedo, pero sí pueden ayudarnos a plantear(nos) preguntas. El verdadero placer de leer a Anne Carson es que siempre nos compromete y enfrenta a esas grandes preguntas y, aunque finalmente no haya respuestas definitivas, nos ofrece un espacio de contemplación y de reflexión en el camino hacía el vacío, hacia la nada última de la existencia. Lo que nos ofrece es una pista para poder bailar, teniendo como pareja a la incertidumbre y al lenguaje. Apropiándonos de nuevo de las palabras de Miguel Casado, la fuerza del texto “le viene a la vez del grado de interioridad, e incluso de intimidad, al que puede acceder (…), tanto como de la intensidad de los encadenamientos, de los desplazamientos, de los cortocircuitos que operan, en el registro por parte del inconsciente, entre las imágenes que moviliza el análisis”. Como dice por boca de Simone Weil, “el mundo como es cuando no estoy ahí”.

     Traducir a Carson es más que complicado, es un auténtico desafío, pero Jeannette L. Clariond ha encontrado el modo de hacer que este libro memorable pueda leerse en castellano con absoluta y precisa seguridad, manteniendo el sentido y la desconcertante limpieza de su escritura, el orden especial de su percepción, el de un espacio en el que “todo podría derramarse”. Aquí está toda la hondura de su rigor y toda la altura de su riesgo. Toda la hermosa belleza de perderse, deshacerse del yo para volver, acaso, a ser, para alcanzar “una prueba de la verdad”.
 

Publicado en la revista "Nayagua", nº 21, Febrero 2015, p. 276-279


martes, 10 de febrero de 2015

NOCHES ÁTICAS. SOBRE LAS CERTEZAS DE LA INCERTIDUMBRE. ALGUNAS NOTAS SOBRE POESÍA A PROPÓSITO DE ONCE POETAS ESPAÑOLES

     
     En "Noches Áticas", magacín digital de "Cuaderno Ático", y gracias a la generosidad de Anna Montes Espejo y Juan Manuel Macías, se publica mi artículo titulado "Sobre las certezas de la incertidumbre. Algunas notas sobre poesía a propósito de once poetas españoles", ilustrado además con unas estupendas y magníficas fotografía de Abel Murcia. Los once poetas citados son: Lourdes de Abajo, Marta Agudo, Marcos Canteli, Miguel Ángel Cuiriel, Óscar Curieses, Jordi Doce, Luis Luna, Julia Piera, Benito del Pliego, Esther Ramón y Julieta Valero.

   El artículo puede leerse en este enlace: http://www.nochesaticas.com/2015/01/sobre-las-certezas-de-la-incertidumbre.html

Fotografía de Abel Murcia