jueves, 7 de abril de 2016

EL DESVELO DE LA ESCRITURA

Serie
Vicente Luis Mora
Valencia. Pre-Textos, 2015
150 páginas.17 euros


Parafraseando las acertadas palabras de Javier Rodríguez Marcos dedicadas a John Berger en el suplemento Babelia del diario El País, a propósito de la publicación de la que hasta ese momento era prácticamente su poesía completa, editada en 2014 por el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y salvando cualquier tipo de distancias, podríamos decir que la obra Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970), debería estar escrita siempre “en primera persona del plural”: narrador, ensayista, crítico literario, investigador en literatura, tecnologías y humanidades digitales, experto en Propiedad Intelectual y Derechos de Autor, entre muchas otras dedicaciones y ocupaciones, pareciera que “es, más que un solo escritor, toda una multitud”. Y en el origen, sin duda, de esa multitud, “también hay un poeta”.

Sería largo y extenso hablar de la siempre inevitable relación entre ciencia, tecnología y poesía, entre ciencia, poesía y filosofía, o entre los avances técnicos y los avances teóricos y formales de la literatura, cuya contigüidad es innegable y recíproca. La escritura de Mora es un ejemplo, claro y decisivo, de esa ineludible relación, de ese modo de enfrentarse al significado del mundo y a la naturaleza de la propia existencia. Su escritura estaría encuadrada en eso que Basarab Nicolescu, y otras destacadas figuras del pensamiento, han llamado “transdisciplinariedad”, una forma de organización de los conocimientos que transciende las disciplinas de forma radical, haciendo énfasis en lo que está entre las disciplinas, en lo que las atraviesa a todas ellas y en lo que está más allá de todas ellas, pues todas son flechas de un mismo arco, el formado por el conocimiento y el pensamiento complejos. Si algo caracteriza el discurso de Mora es esa transdisciplinariedad, su capacidad para incorporar a su escritura, entre otros, el lenguaje de la ciencia, la tecnología, la filosofía y el moderno pensamiento creativo y especulativo.

Su escritura poética se construye dentro de la modernidad de esa experimentada perspectiva e inteligente transformación de un discurso capaz de dar cuenta de lo nuevo, y a la vez, de las grandes cuestiones y temas que han dado razón de ser siempre a la escritura, un discurso híbrido diseñado para conectar diversos y variados elementos emisores. Es por eso que, y como ya se ha hecho, bien podríamos aplicar para explicar el título de este nuevo libro de Mora, que afianza más si cabe su voz y la permanencia de su estilo, la definición que el “socorrido” Diccionario de la RAE otorga al término Serie: “conjunto de cosas que se suceden unas a otras y que están en relación entre sí”. Pero también puede definirse, en acepciones no recogidas por la RAE, como “conjunto de personas o cosas aunque no guarden relación entre sí y no se sucedan ordenadamente”, o incluso, como cosas o elementos que “forman parte de una misma emisión”. Y esto es así porque, más allá de una posible estructura sucesiva, esta es una serie de series, y cada una de ellas tiene su propio tema, y todas son muy diferentes entre sí, como bien ha expresado el propio autor a propósito de este nuevo poemario. No prima pues la dispersión, sino la heterogeneidad declarada de su diversidad formal y temática, de su pluralidad métrica y de su variedad de perspectivas. La unidad vendría dada entonces por su similar estética y por su análogo tono, por la capacidad de su discurso para intensificar la realidad o incluso alcanzar a sustituirla o subvertirla gracias al punto de vista ofrecido al lector para acceder a los poemas, o incluso para modificar su percepción, adquiriendo así, si cabe, la cuadratura de un conjunto poético mural: “Ése es el salto / de la modernidad a Pangea: / lo admirable no es la calle / sino el ojo”.

Siguiendo a Daniel Escandell Montiel, y sus estudios sobre la “blogoficción” y la construcción avatárica en las narraciones digitales, hay en Serie “una hipertextualidad que aporta profundidad a la composición” poética y a la vez narrativa del libro, con esa mezcla de verso y prosa, de información y de expresión, de datos, noticias, testimonios y referencias intercaladas en el poema, y gracias a la cual es posible encontrar vinculaciones con y entre sus diversas series, “pues es el propio devenir del tiempo el que tiene un peso definitorio sobre la recepción y la creación textual”. El suyo “es un espacio compositivo libre”, una especie de unión dada por “una edición expandida”, por una “estructura de relaciones rizomáticas”, un género de estructura en red no jerarquizada de manera que cualquier elemento puede afectar o incidir en otro. Y así lo expresa en el undécimo poema de la inmejorable serie, y uno de los núcleos de sentido del libro, “Ecdótica de la imagen”, y de la mano esta vez de Leibniz, donde atisba a ver una conexión entre realidades e imágenes ligadas a las fotografías de la amada, y declarando así la naturaleza de su/”mi percepción: / la mirada que enlaza / las dispersas imágenes en red / y los vídeos del ciberespacio / con el secreto archivo / de lo nuestro, / con nuestras carpetas / de pasión confidencial”. Una posible conexión, que en uno de los poemas de la serie “Visión del vaso, y a pesar de que el estado vítreo, frío y duro, sea entendido como característico de lo humano, sin embargo, “al calor del otro / se inmola en un proceso de fusión / y de desorden”.

Tomando como referente ese esclarecedor poema titulado “Almendra”, y ante la necesidad de sostenerse en el vacío y de dotarse de sistema, podríamos llegar a decir que cada una de sus series, e incluso cada uno de sus poemas, son como “estuches”, “cajas” guardadas “para llenar las horas y los días y los años”. Un modo y un tono que, ante el asedio de la nada, interpelan al autor, y al lector por tanto, ya desde el poema que oficia de prefacio, titulado “Épica de los gases constructores”, cuyo final expresa una intención: “Arrójate al vacío, crea mundos / convierte en ser la nada que te aguarda. / Así debiera ser la poesía, / así debiera ser / el último poema: / hacia delante, nada: todo en blanco”. Pero quizás sea la ya citada serie titulada “Visión del vaso”, la que mejor exprese esta idea, en el recuerdo de José Gorostiza, y de la mano maestra de Wallace Stevens y José Ángel Valente: ese ámbito o espacio del vacío, de la nada, es donde las palabras buscan su raíz material, la fuerza de su imagen, desde una diversidad que, sin embargo, es unidad, una “perfecta cohesión, mundo cerrado / en su soberbia y densa / transparencia”. Como dijera el propio Valente, se escribe en el interior de un discurso suspendido, o como dice el último poema de esta serie, “incapaz / de hallar nuestro lugar / en medio de este mundo / retorcido / te bebo y nos escondo, / opacos, / entre sombras”. O como el propio Mora ha dejado dicho en su ensayo La literatura egódica. El sujeto narrativo a través del espejo (Universidad de Valladolid, 2013), estaríamos ante eso que ha llamado una “grieta subjetiva estructural”, y de acuerdo con la cita de Slavoj Zizek que afirma que “los sujetos son literalmente agujeros, huecos en el orden positivo del ser, sólo moran en los intersticios del ser, en esos lugares donde la labor de creación no ha concluido”. Una labor de creación que, siguiendo de nuevo la cita de Zizek incluida en el ensayo citado, solo puede “enfrentarse a la realidad (…), como algo no totalmente constituido, ver la nada allí donde no hay nada que ver, sustraer de la realidad su engañosa riqueza”. Y a eso se enfrenta, con decisión, este brillante libro que, ante una nueva realidad, busca un modo nuevo de comprensión y un modo nuevo de discurso, un lenguaje capaz de revelar lo que la mente alcanza y llega a ver, o como ha dicho José Ángel Cilleruelo, que sea capaz, frente a los cambios operados en la realidad y en la “sensibilidad ante las pulsiones de un mundo a ritmo de píxel”, de crear un lenguaje atento, como dice en uno de sus versos, al “grano de la voz del píxel”.

Hay un texto de Robert Smithson, un artista relacionado con el llamado Land Art, en el que reflexiona sobre la imagen, la fotografía y el arte, titulado “A Sedimentation of the Mind: Earth Projects”, incluido en Robert Smithson: The Collected Writing (University of California Press, 1996), y en el que viene a decir que el acto de mirar va más allá de una simple formulación “conceptual”, pues pone el acento no sobre una positividad, una certidumbre, sino sobre el hecho de que algo siempre está desapareciendo, muriéndose: “Los nombres de los minerales y los minerales mismos no son diferentes, ya que tanto detrás del material como detrás de la palabra escrita vemos brotar una cantidad astronómica de fisuras. Las palabras y las rocas contienen un lenguaje que sigue una sintaxis de roturas y rupturas. Mirad cualquier palabra durante un tiempo suficientemente largo, y veréis cómo se abre en una serie de fisuras, en una extensión de partículas que contienen cada una su propio vacío. Este incómodo lenguaje de la fragmentación no ofrece ninguna resolución fácil dentro de una ‘forma correcta’. Las certidumbres del discurso didáctico se precipitan en la erosión del principio poético. La poesía, perdida como siempre, debe someterse a su propia vacuidad, en cierto modo es un producto del agotamiento más que de la creación. Siempre es un lenguaje que muere, pero nunca un lenguaje muerto”. La imagen, o cualquier página llena de palabras, como se afirma en uno de los poemas, lo es sólo si es mirada, pues “privada de los ojos / la imagen es sólo / pintura sobre lienzo, / pigmentos arrojados / contra la superficie congelada / de la inexistencia”.

Las diferentes series de Serie dan cuenta de variados y concretos asuntos, muchos ya presentes y reiterados en la obra de Mora, algunos casi obligados y obsesivos, si cabe decir esto, en su escritura: los espejos, los espejismos y la recreación de perspectivas; el simulacro, la falsedad, las apropiaciones y los palimpsestos; la imagen en todas sus posibles variantes, y entre ellas la del amor; la tecnología y la ciencia en general y en sus diferentes expresiones, y más en concreto las matemáticas en “Serie (Neuropoemas)”, integrada por once poemas decrecientes en número de versos y de sílabas que a la vez es una preclara reflexión sobre la identidad; el juego fabuloso y fabulado que conforma “Visión del grillo”; la realidad cotidiana en proceso de deconstrucción que se muestra en “Dialogías”, una serie construida casi en directo y a la que va asistiendo el lector, de tal manera, que se involucran en su generación; las ciudades, su memoria y sus escenografías en “Historia de tres ciudades”, con su impresionante “Réquiem por Venecia”, un retrato certero y una suma integradora de formas, temas y emociones; y la ciencia ficción en ese periplo planetario y en ese espacio alternativo de “Los viajes de Saasbeim”, donde la realidad y la fantasía juegan sin prejuicios en la mente del lector creando casi un guión narrado, casi una invitación a llevarlo a cabo.

Pero si algo ronda a través de todos los poemas de Serie, es una decidida investigación sobre la identidad, una reflexión tan actual como viva y sorprendente sobre el yo. Este libro viene a mostrar la pluralidad de un yo que, más allá de las menciones a un sujeto visto como hueco, como cáscara, como agujero o remolino, alcanza su formulación en un “Yo en el / tiempo”, pero en un tiempo que tiene lugar en la propia escritura, pues al cabo, esta es el auténtico sujeto. Es en la escritura donde proclama su lugar ese yo entendido como bosque, como viene demostrando en sus últimos trabajos sobre el análisis del sujeto el propio Mora, como unidad reconocible pero a la vez conformada por diferentes voces, pues “su tiempo es el tiempo de escritura, casi armándose en tiempo real”. En el que quizás sea el mejor poema de todo el libro, “Gottfried Wilhelm Leibniz tiene la intuición del ADN celular…”, se muestra que esto es posible porque “el creador tiene que haber dispuesto una escritura”, y sólo así, cuando “se aquietan las turbulentas aguas”, entonces “el Danubio desvela la escritura de la sombra / que empieza a dirigirlo hacia la noche”. Sólo entonces, tiene lugar el de(s)velo de la escritura.


Publicado, y firmado por mi heterónimo crítico Antonio Monge, en la revista "Nayagua", nº 23, Febrero 2016, p. 245-249



La referencia de Javier Rodríguez Marcos sobre John Berger se puede consulta en: http://cultura.elpais.com/cultura/2014/07/23/babelia/1406138904_479788.html

miércoles, 6 de abril de 2016

LA MÁQUINA DE VIVIR

El sentimiento de la vista
Miguel Casado
Barcelona. Tusquets, 2015
139 páginas. 13 euros



Once años han pasado desde que Miguel Casado (Valladolid, 1954) publicara Tienda de fieltro, pero parecen pocos cuando descubrimos que la espera ha sido bien recompensada, pues su último libro de poemas, El sentimiento de la vista, es sin la menor duda el mejor de los suyos, y el fruto de una madura excepcionalidad. El lector atento e interesado casi debería estar obligado a su lectura, a reconocerse y a sentirse parte de esta sucesión de poemas enhebrados en el hilo de la vida, casi como si fueran cuentas que pasar una tras otra. Tras “La aridez / de la primera escritura”, al lector, como al poeta, sólo le queda “abrir / el texto, que el hilo de las notas / dispersas también nombre / la vida”. Pocos poetas son capaces de hacer eso, nombrar la vida, con una voluntad tan soberana.

En ese arco cuya tensión apunta a lo que en el lenguaje se calla, y en cuya cuerda el lector escucha claramente la vibración de su propia existencia, ahí, es donde se sitúa, como en este libro, lo poético. Mirar, por tanto, se ha convertido en uno de los ejercicios principales de nuestro mundo. Y la mirada siempre es individual, es parte de un sujeto, por lo que es siempre subjetiva, hasta en el más objetivo de los casos. Mirar el mundo y registrarlo no debe ser solo buscar ese instante decisivo, ese momento virtuoso, y a veces artificial, sino buscar su autenticidad a través del sujeto poético. Interpretar el mundo a través de la mirada es lo que Miguel Casado hace con decidida maestría, aun y cuando el dueño de esa mirada no se reconozca: “No acabo de entender / esta escritura: fluye / como una conversación solitaria / que no consigue explicar apenas / lo que sé”. Es el ojo que se afila en el propio ingenio. La mirada expresada en las palabras de un poema no es otra cosa que la materialización de una intención subjetiva. Así, los diversos elementos de estos poemas actúan y cumplen su función expresiva en su capacidad para recrear y hacer visible lo mirado. El poeta configura su visión, recrea una escenografía, vive y sueña creando: “la vida / se va en los ojos, hilvana / capas llenas de tiempo”, que alcanzan a ser “al menos una forma / de las que elige el pensamiento / para hacerse a sí mismo”.

¿Cómo resolver la ecuación de exponer desde un ojo, cómo mostrar la mirada? La respuesta es difícil, pero podríamos decir que es el ojo el que mira, pero que el poema es el que ve. El poema se produce a ambos lados de la cámara de nuestros ojos. Los objetos, las cosas, las caras, los lugares pueden desaparecer, pero el poema los hace existir de una forma más clara, y todo esto depende del que mira, de la mirada que establece otros niveles de lo real y de la experiencia. Hay que dar materia a las imágenes, no sólo relatar incidentes de superficie. Si hay algo verdaderamente real es la imagen misma. Lo real no es, por consiguiente, lo que está significado, sino lo que significa: “Mirar es compartir el mundo, / las identidades cambiantes, / el aura en que reposan / las cosas o se afilan”. Es el dominio de la soberanía de lo visible, de la realidad percibida.
Eulàlia Bosch, en “El presente está solo”, texto escrito como prólogo a la cuarta edición del lúcido e imprescindible libro Modos de ver de John Berger (Gustavo Gili, 2004), se pregunta, como cabe también preguntarse ante esta nueva entrega de Miguel Casado, por el secreto del libro, y afirma que está “posiblemente en el tiempo presente en el que está anclada su redacción”, pues sus páginas nos remiten “a ese tiempo presente que se manifiesta cuando la mirada del espectador (del lector) se detiene ante una pintura (un poema) y nota su atracción. Y lo hace provocando al lector hasta hacerle percibir qué le ocurre cuando mira”. Es ese presente de los poemas que dan cuenta de lo visto y de lo vivido, y que constituyen su (nuestro) modo de ver, de ser y de vivir. Es la presencia del tiempo, de los restos del pasado incorporados al presente, y el poder del poema para hacer visible su presencia. El presente del lector y el presente del poema se hacen un continuo temporal gracias al modo verbal que nos devuelve la mirada de los versos. Como dice, ahora sí, el propio John Berger, “la vista es la que establece nuestro lugar en el mundo circundante; explicamos ese mundo con palabras”. La realidad no depende tanto de los ojos que la miran como de la intención al enfocar, pues sin la conciencia, es decir, sin una mente dotada de subjetividad, no tendríamos manera de saber que existimos, menos aún de saber quiénes somos y qué pensamos. Ciertamente existe un yo, aunque no se trata de una cosa sino de un proceso que, al ser sentido, nos ofrece un sentimiento de pertenencia. Al fin y al cabo, como ha dicho Agustín Fernández Mallo, “el pasado, el tiempo, el paso del tiempo, no viene al presente para dar cuenta del pasado, sino para configurar el presente”.

Nombrar la vida es entonces el “núcleo sólido / o humus donde fermenten” unas palabras que “van y vienen” y que “no pesan”. Un nombrar que a la vez da cuerpo y unidad a un libro que, aparentemente, carece de estructura: sus poemas van y vienen como hebras que se ovillan, como “hilos destejidos que allí se anudan”, como estratos que se suman unos a otros en una especie de corriente alterna poblada de magnitudes y de sentidos que se abren en el flujo de los poemas. Un flujo que además aparece pautado por una dimensión social y política, arropado por espacios, lugares y territorios en los que la existencia busca su significado, en países como Palestina, Túnez o Siria, y en plazas como Tahrir, Syntagma o  Tiān’anmén. Es la constante renovación de “los sueños no vencidos”, como de nuevo ha dicho John Berger a propósito de lugares como los  arriba citados, y que dan cuerpo una reflexión y un pensamiento insobornables, saber y sentir cómo “vivir empieza a parecerse / a sobrevivir, las medidas / y contrapesos, esto por lo otro”. La vida reflejada en lo que acontece, en el pasar del tiempo, en los lugares y sus gentes, en la ciudad y en la naturaleza, en una reflexión o en un pensamiento, en los sueños y en los recuerdos, en una película que se ve, en un libro que se lee o en un cuadro que se mira, en el amor vivido. Y con todo sorprende la unidad de una voz sostenida por el pensamiento, por la forma y el poder de su mirada. Una unidad que tiene que ver con esa extraña continuidad con la cual funciona el corazón y las emociones: “Sin la revolución, voy solo registrando / lo que pasa por los ojos del mal / espectador, el que integra en el objeto / sus emociones”. La penetrante habilidad de percibir orden dentro de lo aparentemente sin orden, es uno de sus mayores y más elegantes esfuerzos, el de no imponer un orden sino percibirlo, el del impulso que permite ganar sentido según avanza la lectura y cada pieza, cada poema, alcanza su encaje.

El título de este extraordinario y admirable libro surge de un poema que, como ha reconocido el propio Miguel Casado, está inspirado en un autorretrato de Pierre Bonnard en su vejez, y que da cuenta de esa mirada miope que el pintor y el poeta comparten: “Pudo pintar / la miopía mirándose con esos ojos / hundidos y velados, con esos / ojos de no ver, toda la vida / mirando y sintiendo / el sentimiento de la vista”. Es esa mirada contraída que, sin embargo, padece de un exceso de potencia y que hace de la distancia su punto de convergencia: “Es la distancia / lo que hace la relación, no de lo sabido / a lo sabido, sino de lo levemente / desplazado que no anula lo familiar”. Pareciera, acaso, que el poema sea el punto de enfoque que su miopía impide. Centrados en el mundo cotidiano, los poemas van ganando poco a poco terreno a la realidad, poemas que nombran y muestran, y donde la palabra y la cualidad precisa del nombrar, toman un protagonismo cada vez más relevante, pues bajo una apariencia de tranquila sencillez y precisa armonía, se revelan complejos y llenos de matices.

Son poemas y miradas que se levantan, a veces, desde planos muy cercanos, casi mostrados bruscamente para así centrar la atención en un lugar, en una persona, en un objeto, desde encuadres poco convencionales o imprevistos, con intención de representar una realidad más cercana, o centrados en actividades cotidianas, sin artificio ni posados, presentadas despojadas de todo complemento ante el lector, ofreciendo una mezcla de observación y de subjetividad: “Lo que llena la vida / y es con ella nada, año, lo que / es todo, intensa rutina, juego / de sombras”. Así es como mantienen el asombro intacto, en la franqueza de unos poemas perdidos en la proximidad, sometidos a la concreción y a la intensidad que implican el poetizar, el entregar en la brevedad concisa del poema microcosmos que son mundos reveladores. Aquí reside una de las características primordiales de esta poesía: en su preciosa síntesis, en su logrado afán de atrapar, en pocas palabras, espacios de contemplación reveladores, pues “Lo que está por venir / -vario, misceláneo, ajeno / a jerarquía- mantiene la vida / tensa: en movimiento y casi / a punto de romperse”. El suyo es un territorio que, más allá de ser real o no, termina siendo crucialmente verdadero, convertido en poesía.

Algunos así dirán que este libro tiene y crece desde una significación fenomenológica, y tendrán razón, pero siempre teniendo en cuenta que, como ha dejado claro Antonio Carreño (“Hacia una poética de la ‘mirada’: Poesía y percepción”, Insula (460), 1985), la fenomenología, hasta hoy en día, “no sólo se ha constituido en una compleja ciencia de la observación, sino también en un riguroso método de análisis: en un modo de ver la realidad (lírica en este caso) y de analizarla”. Y esto es así porque, como dijera Hokusai en su famoso prólogo a las Cien vistas del monte Fuji, su intención era la de alcanzar en sus pinturas y dibujos, como en los poemas de este libro, el poder de poseer el soplo de la vida. Una escritura en “el hilo de la vida y la muerte”, y que acaso aquejada por “la enfermedad del tiempo”, sabe dar cuenta de una existencia poblada de correlatos directos, mostrados con la hondura de un lenguaje acerado y exacto.

Son poemas determinados por el espacio y el tiempo desde el que son contados, poemas donde late el poder desplazado de una mirada que provoca un cierto efecto de suspensión objetiva y de (des)arraigo identitario, y donde el lector apreciará el calado de una voz única y soberana, la fuerza de unos poemas que son un instrumento de indagación en la búsqueda de la revelación del poema. Y así, quien lee, crecerá con un libro que “tiene su ritmo, / su particular fiebre”, y aprenderá a ver la vida igual que “El pájaro / repite el silbido como una evidencia / mecánica, la máquina de vivir”. Palabras que nos acompañarán e irán con nosotros, como en ese grande y soberano poema que acaba justamente así, diciendo lo que es: “Tus ojos fluyen en tu voz, la piel / suave de tus manos. Voy contigo, / te escribo este poema de amor”.


Publicado en la revista "Nayagua", nº 23, Febrero 2016, p. 202-205



Una versión abreviada, se publicó como reseña en Babelia - El País, el sábado 23 de enero de 2016.