En
la minuciosidad imprevista
de
un abismo de luz
el
espectro de los acantilados
hace
lentos a los gigantes fríos.
El
instante nos cambia
igual
que los huesos de un esqueleto
reconstruyen
su carne.
El
tiempo certero de las mujeres
se
inscribe en la cámara en abanico
de
todas las conchas de los moluscos,
mientras
la inmortalidad de la infancia
nos
mira con fijeza distraída,
con
la extrañeza a hombros
de
leves y torpes geografías.
La
ansiedad del tiempo así calculada
en
los días que quedan
de
vida laborable,
en
las hojas que quedan por llenar
en
un viejo diario ya repleto.
La
marea baja de un mundo en vilo
y
la luz milagrosa
de
la órbita elíptica de un cometa,
el
tiempo escaso de un guijarro oscuro
sobre
la blanca historia de una playa.
(La bahía de Pegwell, Kent: recuerdo del 5
de octubre de 1858, de
William Dyce. Tate Gallery de Londres)
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