miércoles, 6 de abril de 2016

LA MÁQUINA DE VIVIR

El sentimiento de la vista
Miguel Casado
Barcelona. Tusquets, 2015
139 páginas. 13 euros



Once años han pasado desde que Miguel Casado (Valladolid, 1954) publicara Tienda de fieltro, pero parecen pocos cuando descubrimos que la espera ha sido bien recompensada, pues su último libro de poemas, El sentimiento de la vista, es sin la menor duda el mejor de los suyos, y el fruto de una madura excepcionalidad. El lector atento e interesado casi debería estar obligado a su lectura, a reconocerse y a sentirse parte de esta sucesión de poemas enhebrados en el hilo de la vida, casi como si fueran cuentas que pasar una tras otra. Tras “La aridez / de la primera escritura”, al lector, como al poeta, sólo le queda “abrir / el texto, que el hilo de las notas / dispersas también nombre / la vida”. Pocos poetas son capaces de hacer eso, nombrar la vida, con una voluntad tan soberana.

En ese arco cuya tensión apunta a lo que en el lenguaje se calla, y en cuya cuerda el lector escucha claramente la vibración de su propia existencia, ahí, es donde se sitúa, como en este libro, lo poético. Mirar, por tanto, se ha convertido en uno de los ejercicios principales de nuestro mundo. Y la mirada siempre es individual, es parte de un sujeto, por lo que es siempre subjetiva, hasta en el más objetivo de los casos. Mirar el mundo y registrarlo no debe ser solo buscar ese instante decisivo, ese momento virtuoso, y a veces artificial, sino buscar su autenticidad a través del sujeto poético. Interpretar el mundo a través de la mirada es lo que Miguel Casado hace con decidida maestría, aun y cuando el dueño de esa mirada no se reconozca: “No acabo de entender / esta escritura: fluye / como una conversación solitaria / que no consigue explicar apenas / lo que sé”. Es el ojo que se afila en el propio ingenio. La mirada expresada en las palabras de un poema no es otra cosa que la materialización de una intención subjetiva. Así, los diversos elementos de estos poemas actúan y cumplen su función expresiva en su capacidad para recrear y hacer visible lo mirado. El poeta configura su visión, recrea una escenografía, vive y sueña creando: “la vida / se va en los ojos, hilvana / capas llenas de tiempo”, que alcanzan a ser “al menos una forma / de las que elige el pensamiento / para hacerse a sí mismo”.

¿Cómo resolver la ecuación de exponer desde un ojo, cómo mostrar la mirada? La respuesta es difícil, pero podríamos decir que es el ojo el que mira, pero que el poema es el que ve. El poema se produce a ambos lados de la cámara de nuestros ojos. Los objetos, las cosas, las caras, los lugares pueden desaparecer, pero el poema los hace existir de una forma más clara, y todo esto depende del que mira, de la mirada que establece otros niveles de lo real y de la experiencia. Hay que dar materia a las imágenes, no sólo relatar incidentes de superficie. Si hay algo verdaderamente real es la imagen misma. Lo real no es, por consiguiente, lo que está significado, sino lo que significa: “Mirar es compartir el mundo, / las identidades cambiantes, / el aura en que reposan / las cosas o se afilan”. Es el dominio de la soberanía de lo visible, de la realidad percibida.
Eulàlia Bosch, en “El presente está solo”, texto escrito como prólogo a la cuarta edición del lúcido e imprescindible libro Modos de ver de John Berger (Gustavo Gili, 2004), se pregunta, como cabe también preguntarse ante esta nueva entrega de Miguel Casado, por el secreto del libro, y afirma que está “posiblemente en el tiempo presente en el que está anclada su redacción”, pues sus páginas nos remiten “a ese tiempo presente que se manifiesta cuando la mirada del espectador (del lector) se detiene ante una pintura (un poema) y nota su atracción. Y lo hace provocando al lector hasta hacerle percibir qué le ocurre cuando mira”. Es ese presente de los poemas que dan cuenta de lo visto y de lo vivido, y que constituyen su (nuestro) modo de ver, de ser y de vivir. Es la presencia del tiempo, de los restos del pasado incorporados al presente, y el poder del poema para hacer visible su presencia. El presente del lector y el presente del poema se hacen un continuo temporal gracias al modo verbal que nos devuelve la mirada de los versos. Como dice, ahora sí, el propio John Berger, “la vista es la que establece nuestro lugar en el mundo circundante; explicamos ese mundo con palabras”. La realidad no depende tanto de los ojos que la miran como de la intención al enfocar, pues sin la conciencia, es decir, sin una mente dotada de subjetividad, no tendríamos manera de saber que existimos, menos aún de saber quiénes somos y qué pensamos. Ciertamente existe un yo, aunque no se trata de una cosa sino de un proceso que, al ser sentido, nos ofrece un sentimiento de pertenencia. Al fin y al cabo, como ha dicho Agustín Fernández Mallo, “el pasado, el tiempo, el paso del tiempo, no viene al presente para dar cuenta del pasado, sino para configurar el presente”.

Nombrar la vida es entonces el “núcleo sólido / o humus donde fermenten” unas palabras que “van y vienen” y que “no pesan”. Un nombrar que a la vez da cuerpo y unidad a un libro que, aparentemente, carece de estructura: sus poemas van y vienen como hebras que se ovillan, como “hilos destejidos que allí se anudan”, como estratos que se suman unos a otros en una especie de corriente alterna poblada de magnitudes y de sentidos que se abren en el flujo de los poemas. Un flujo que además aparece pautado por una dimensión social y política, arropado por espacios, lugares y territorios en los que la existencia busca su significado, en países como Palestina, Túnez o Siria, y en plazas como Tahrir, Syntagma o  Tiān’anmén. Es la constante renovación de “los sueños no vencidos”, como de nuevo ha dicho John Berger a propósito de lugares como los  arriba citados, y que dan cuerpo una reflexión y un pensamiento insobornables, saber y sentir cómo “vivir empieza a parecerse / a sobrevivir, las medidas / y contrapesos, esto por lo otro”. La vida reflejada en lo que acontece, en el pasar del tiempo, en los lugares y sus gentes, en la ciudad y en la naturaleza, en una reflexión o en un pensamiento, en los sueños y en los recuerdos, en una película que se ve, en un libro que se lee o en un cuadro que se mira, en el amor vivido. Y con todo sorprende la unidad de una voz sostenida por el pensamiento, por la forma y el poder de su mirada. Una unidad que tiene que ver con esa extraña continuidad con la cual funciona el corazón y las emociones: “Sin la revolución, voy solo registrando / lo que pasa por los ojos del mal / espectador, el que integra en el objeto / sus emociones”. La penetrante habilidad de percibir orden dentro de lo aparentemente sin orden, es uno de sus mayores y más elegantes esfuerzos, el de no imponer un orden sino percibirlo, el del impulso que permite ganar sentido según avanza la lectura y cada pieza, cada poema, alcanza su encaje.

El título de este extraordinario y admirable libro surge de un poema que, como ha reconocido el propio Miguel Casado, está inspirado en un autorretrato de Pierre Bonnard en su vejez, y que da cuenta de esa mirada miope que el pintor y el poeta comparten: “Pudo pintar / la miopía mirándose con esos ojos / hundidos y velados, con esos / ojos de no ver, toda la vida / mirando y sintiendo / el sentimiento de la vista”. Es esa mirada contraída que, sin embargo, padece de un exceso de potencia y que hace de la distancia su punto de convergencia: “Es la distancia / lo que hace la relación, no de lo sabido / a lo sabido, sino de lo levemente / desplazado que no anula lo familiar”. Pareciera, acaso, que el poema sea el punto de enfoque que su miopía impide. Centrados en el mundo cotidiano, los poemas van ganando poco a poco terreno a la realidad, poemas que nombran y muestran, y donde la palabra y la cualidad precisa del nombrar, toman un protagonismo cada vez más relevante, pues bajo una apariencia de tranquila sencillez y precisa armonía, se revelan complejos y llenos de matices.

Son poemas y miradas que se levantan, a veces, desde planos muy cercanos, casi mostrados bruscamente para así centrar la atención en un lugar, en una persona, en un objeto, desde encuadres poco convencionales o imprevistos, con intención de representar una realidad más cercana, o centrados en actividades cotidianas, sin artificio ni posados, presentadas despojadas de todo complemento ante el lector, ofreciendo una mezcla de observación y de subjetividad: “Lo que llena la vida / y es con ella nada, año, lo que / es todo, intensa rutina, juego / de sombras”. Así es como mantienen el asombro intacto, en la franqueza de unos poemas perdidos en la proximidad, sometidos a la concreción y a la intensidad que implican el poetizar, el entregar en la brevedad concisa del poema microcosmos que son mundos reveladores. Aquí reside una de las características primordiales de esta poesía: en su preciosa síntesis, en su logrado afán de atrapar, en pocas palabras, espacios de contemplación reveladores, pues “Lo que está por venir / -vario, misceláneo, ajeno / a jerarquía- mantiene la vida / tensa: en movimiento y casi / a punto de romperse”. El suyo es un territorio que, más allá de ser real o no, termina siendo crucialmente verdadero, convertido en poesía.

Algunos así dirán que este libro tiene y crece desde una significación fenomenológica, y tendrán razón, pero siempre teniendo en cuenta que, como ha dejado claro Antonio Carreño (“Hacia una poética de la ‘mirada’: Poesía y percepción”, Insula (460), 1985), la fenomenología, hasta hoy en día, “no sólo se ha constituido en una compleja ciencia de la observación, sino también en un riguroso método de análisis: en un modo de ver la realidad (lírica en este caso) y de analizarla”. Y esto es así porque, como dijera Hokusai en su famoso prólogo a las Cien vistas del monte Fuji, su intención era la de alcanzar en sus pinturas y dibujos, como en los poemas de este libro, el poder de poseer el soplo de la vida. Una escritura en “el hilo de la vida y la muerte”, y que acaso aquejada por “la enfermedad del tiempo”, sabe dar cuenta de una existencia poblada de correlatos directos, mostrados con la hondura de un lenguaje acerado y exacto.

Son poemas determinados por el espacio y el tiempo desde el que son contados, poemas donde late el poder desplazado de una mirada que provoca un cierto efecto de suspensión objetiva y de (des)arraigo identitario, y donde el lector apreciará el calado de una voz única y soberana, la fuerza de unos poemas que son un instrumento de indagación en la búsqueda de la revelación del poema. Y así, quien lee, crecerá con un libro que “tiene su ritmo, / su particular fiebre”, y aprenderá a ver la vida igual que “El pájaro / repite el silbido como una evidencia / mecánica, la máquina de vivir”. Palabras que nos acompañarán e irán con nosotros, como en ese grande y soberano poema que acaba justamente así, diciendo lo que es: “Tus ojos fluyen en tu voz, la piel / suave de tus manos. Voy contigo, / te escribo este poema de amor”.


Publicado en la revista "Nayagua", nº 23, Febrero 2016, p. 202-205



Una versión abreviada, se publicó como reseña en Babelia - El País, el sábado 23 de enero de 2016.


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